El 10 de septiembre de 2025, en el marco de las elecciones presidenciales de noviembre, Chile vivió uno de esos momentos que, más allá de la inmediatez, se revelan como piezas clave para entender el pulso político y social del país. El primer debate presidencial reunió a las principales candidaturas en un ejercicio público que buscaba iluminar las propuestas y posturas ante una ciudadanía expectante y dividida.
La escena se desplegó con una mezcla de civilidad y confrontación. Por un lado, hubo un reconocimiento tácito de la importancia del diálogo democrático; por otro, se evidenciaron las grietas profundas que atraviesan a la sociedad chilena. “Este ritual republicano permite que la ciudadanía conozca de primera mano las posiciones generales de las candidaturas y cumple una función relevante en las democracias contemporáneas”, señaló Julieta Suárez-Cao, académica del Instituto de Ciencia Política de la UC, en un análisis posterior.
Sin embargo, la audiencia no fue homogénea ni neutral. Quienes siguieron el debate mostraron un sesgo de autoselección, reforzando opiniones preexistentes más que modificando intenciones de voto. Este fenómeno, común en democracias maduras y en desarrollo, pone en tensión el verdadero alcance de estos encuentros: ¿son espacios de deliberación o vitrinas para reafirmar identidades políticas?
Las propuestas presentadas, en especial sobre temas complejos como la inseguridad y la migración, evidenciaron una tendencia a simplificar problemas que, por su naturaleza, son intrincados y multifactoriales. “Son wicked problems que surgen de múltiples causas interconectadas, implican distintos actores con intereses contrapuestos y se desarrollan en contextos de alta incertidumbre e información incompleta”, explicó Suárez-Cao, apuntando al desafío que implica para los candidatos ofrecer soluciones creíbles y efectivas.
En este escenario, las promesas maximalistas —que prometen soluciones mágicas y rápidas— se convirtieron en un recurso frecuente. Este tipo de retórica, aunque efectiva para captar atención y votos, genera riesgos para la gobernabilidad futura. El país enfrenta una democracia erosionada desde sus élites, y el discurso simplista puede profundizar la desconfianza y la polarización.
Desde la perspectiva política, las posiciones se mostraron divididas. Las candidaturas de centro y derecha enfatizaron la necesidad de fortalecer el orden público y controlar la migración, mientras que las opciones de izquierda pusieron el foco en la justicia social y la integración, criticando las soluciones punitivas y excluyentes. Regionalmente, esta división se reflejó en las preocupaciones específicas: zonas urbanas con alta criminalidad versus regiones con fuerte presencia migratoria y desafíos socioeconómicos.
En las calles y redes sociales, la ciudadanía reaccionó con una mezcla de esperanza y escepticismo. Algunos valoraron la oportunidad de escuchar a los candidatos en un formato estructurado y civilizado; otros lamentaron la falta de propuestas innovadoras y la reiteración de discursos polarizantes.
¿Qué queda entonces después de este debate? La constatación de que la democracia chilena enfrenta un momento crítico, donde la responsabilidad de las élites políticas es fundamental para evitar la profundización de la crisis. Los debates son más que un espectáculo electoral: son un termómetro de las tensiones y desafíos que el país debe abordar con honestidad y realismo.
La lección que deja este ejercicio es clara: la ciudadanía demanda menos promesas grandilocuentes y más compromiso con soluciones complejas, que reconozcan la pluralidad de voces y la interdependencia de los problemas. En ese sentido, la política chilena tiene por delante un desafío mayúsculo, que va más allá de noviembre y de cualquier resultado electoral inmediato.
2025-11-04