Durante meses, lo que fue un motivo de orgullo nacional —ser el único país latinoamericano en el Programa de Exención de Visa (Visa Waiver Program) de Estados Unidos— se transformó en una fuente de ansiedad y vergüenza. A más de 90 días de los eventos que encendieron la alarma, la crisis del Visa Waiver ha decantado, revelando no solo una falla de seguridad, sino también las complejas fisuras en la relación entre Chile y EE.UU. y en la propia autoimagen del país.
El detonante, aunque parte de un problema preexistente, fue el robo de la cartera de la Secretaria de Seguridad Nacional estadounidense, Kristi Noem, a fines de abril, perpetrado por ciudadanos chilenos. Este incidente de alto perfil fue la gota que rebalsó un vaso que se venía llenando con noticias sobre bandas de “lanzas internacionales” chilenos operando en territorio norteamericano. Lo que antes eran reportes esporádicos se convirtió en un argumento político contundente para quienes, en Washington, ya miraban con recelo el beneficio otorgado a Chile en 2014.
La reacción de la administración Trump fue rápida y drástica, superando las advertencias diplomáticas de años anteriores. A la retórica de mano dura le siguieron acciones concretas. El 23 de mayo, un avión con 45 chilenos deportados aterrizó en Santiago, el primero de varios vuelos que materializaron la nueva política. Los testimonios de los retornados, recogidos por medios como El País, hablaban de un trato “como animales” y de condiciones inhumanas en centros de detención, añadiendo una dimensión de derechos humanos a una discusión hasta entonces centrada en la criminalidad y la diplomacia.
El embajador chileno en EE.UU., Juan Gabriel Valdés, intentó contener la crisis, argumentando que los delitos eran obra de una minoría que, en muchos casos, ni siquiera utilizaba el Visa Waiver. Sin embargo, sus esfuerzos se vieron sobrepasados por la maquinaria política de Washington. La crisis se expandió más allá del “turismo delictual” cuando, a fines de mayo, el Departamento de Estado suspendió las entrevistas para visas de estudiante, generando una ola de incertidumbre entre miles de jóvenes y académicos chilenos, quienes se vieron atrapados en el fuego cruzado.
Esta medida, junto a la promoción de centros de detención como el polémico “Alligator Alcatraz” en Florida, dejó claro que el problema no era solo el Visa Waiver, sino la totalidad de la política migratoria estadounidense, que ahora observaba a todos los chilenos con mayor sospecha.
La crisis expuso narrativas irreconciliables:
El caso del Visa Waiver no puede entenderse como un hecho aislado. Históricamente, Chile ha lidiado con la reputación de los “lanzas” en Europa y Norteamérica. Sin embargo, la crisis actual se produce en un momento en que Chile también enfrenta sus propias y complejas tensiones migratorias. A mediados de junio, mientras recibía vuelos de deportados desde EE.UU., el gobierno chileno expulsaba a 86 extranjeros por cometer delitos o por ingreso irregular.
Esta dualidad obliga a una reflexión más profunda: Chile, que exige un trato digno para sus ciudadanos en el exterior, enfrenta desafíos similares en casa para equilibrar la seguridad, los derechos humanos y la gestión de fronteras. La crisis del Visa Waiver actuó como un espejo, reflejando las contradicciones y complejidades de ser, simultáneamente, un país de emigrantes y un polo de inmigración.
Hoy, la tormenta mediática ha amainado, pero la incertidumbre persiste. El Visa Waiver para chilenos sigue vigente, pero bajo una estricta y constante evaluación. Las negociaciones diplomáticas continúan a puerta cerrada, y el futuro del programa depende tanto de la capacidad de Chile para cumplir con las exigencias de seguridad de EE.UU. como de los vaivenes de la política interna estadounidense.
La crisis dejó lecciones importantes: que los privilegios internacionales son frágiles, que la imagen de un país puede ser manchada por las acciones de unos pocos, y que los discursos sobre migración y seguridad a menudo simplifican realidades humanas muy complejas. El pasaporte chileno, aunque todavía poderoso, ya no se percibe como una excepción intocable.