A un par de meses de su inauguración, el nuevo puente ferroviario sobre el río Biobío es ya una estampa de la cotidianeidad penquista. Los trenes del Biotrén lo cruzan con una fluidez y velocidad que eran impensables hace un año, transportando a miles de pasajeros entre Concepción, San Pedro de la Paz y Coronel. Justo a su lado, como un espectro de acero y remaches, yace en silencio su antecesor: una estructura de 136 años que fue, hasta el pasado 4 de julio, el viaducto ferroviario más antiguo del país en funcionamiento.
El contraste entre ambas moles de metal no es solo visual; es una radiografía de las tensiones que definen al Chile actual. Por un lado, la promesa cumplida de la modernización, la eficiencia y la descentralización. Por otro, la melancolía por un patrimonio que pierde su función y cuyo destino es incierto, un símbolo de la memoria industrial que ahora busca su lugar en el siglo XXI.
El antiguo puente, inaugurado en 1889, fue una proeza de la ingeniería de su tiempo y un pilar para la economía carbonífera del sur. Sin embargo, con el paso de las décadas y el crecimiento exponencial del Gran Concepción, su única vía se transformó en un cuello de botella. La demanda del Biotrén superaba con creces la capacidad de la infraestructura, limitando frecuencias y generando una crónica congestión.
La solución, impulsada por la Empresa de los Ferrocarriles del Estado (EFE), fue un nuevo viaducto de casi dos kilómetros. Con una inversión significativa, la obra no solo duplicó las vías, sino que fue diseñada para soportar velocidades de hasta 100 km/h para trenes de pasajeros. Desde su puesta en marcha el 21 de julio, los efectos son tangibles: se ha duplicado la capacidad de transporte, reducido los tiempos de viaje y mejorado sustancialmente la calidad de vida de miles de usuarios.
El proyecto es celebrado por las autoridades como un ejemplo del plan “Trenes para Chile” y una muestra de inversión focalizada en las necesidades regionales. Para los habitantes del Biobío, es una mejora concreta que responde a una demanda histórica.
La narrativa del éxito, sin embargo, no es monolítica. El silencio del viejo puente ha despertado un debate profundo que trasciende la ingeniería.
Hoy, el nuevo puente ferroviario sobre el Biobío es un éxito operativo. Ha mejorado la conectividad y se proyecta como un catalizador para el desarrollo urbano y logístico de la región. Su historia apenas comienza a escribirse.
En paralelo, el destino de su predecesor está en un limbo administrativo. EFE ha asegurado su mantención, pero la decisión final sobre su futuro requiere un consenso entre el gobierno central, las autoridades regionales y la ciudadanía. Este debate pendiente no es trivial: es la oportunidad de decidir si los vestigios del progreso de ayer son un estorbo o una herencia. La respuesta que se dé a esta pregunta definirá no solo el paisaje del río Biobío, sino también el valor que Chile le asigna a su propia memoria.