Lo que en abril parecía un capítulo más en la crónica del "turismo delictual" —con la condena a 14 años de un chileno por robos en California— se ha transformado, dos meses después, en una imagen recurrente y tensa en el Aeropuerto de Santiago. La llegada periódica de vuelos desde Estados Unidos, transportando a decenas de connacionales deportados, ha consolidado una nueva y compleja realidad en la agenda bilateral. El fenómeno ha madurado más allá de los titulares sobre delincuencia, para instalarse como un desafío diplomático, una crisis humanitaria y un severo cuestionamiento al futuro de uno de los mayores beneficios migratorios para los chilenos: el Programa de Exención de Visa (Visa Waiver Program, VWP).
La cronología de los hechos revela una escalada calculada. Tras la condena de Iván Chamorro Santibáñez, la Embajada de Estados Unidos en Chile emitió una dura advertencia a través de una columna de opinión: el VWP es un "privilegio" que depende del buen comportamiento de sus beneficiarios. El mensaje era inequívoco y anticipaba las acciones que vendrían.
A fines de mayo, aterrizó el primer vuelo con 45 deportados. Le siguieron otros en junio, sumando más de un centenar de personas expulsadas. Las cifras entregadas por el propio Gobierno chileno desglosaron una realidad heterogénea: según el ministro del Interior, Álvaro Elizalde, del total de 102 deportados en los primeros tres vuelos, poco más de la mitad había cometido infracciones legales en EE.UU., mientras que el resto había incumplido la normativa migratoria, como exceder el tiempo de permanencia. Seis de ellos, además, mantenían órdenes de detención pendientes en Chile.
Esta distinción es clave. La política de deportación, enmarcada en el endurecimiento migratorio de la administración Trump, no solo apuntaba a quienes delinquían, sino a todo aquel en situación irregular. Así, en los mismos vuelos viajaban personas con prontuario junto a otras cuyos perfiles, como el del bailarín Yerko Aliaga, no correspondían al delincuente transnacional, sino al del migrante que sobrepasó su estadía autorizada.
La situación ha generado narrativas divergentes y en abierta contradicción, forzando una reflexión crítica sobre la naturaleza del problema.
El telón de fondo de esta crisis es el estatus excepcional de Chile. Ser el único país de América Latina en el Visa Waiver Program no es solo un símbolo de estabilidad y confianza internacional, sino un beneficio tangible para miles de turistas, estudiantes y profesionales que viajan cada año. La posibilidad de perderlo, agitada por congresistas estadounidenses y reforzada por las acciones de la administración Trump, representa una amenaza con consecuencias económicas y sociales de largo alcance. El "turismo delictual" fue la chispa, pero el incendio amenaza con consumir un pilar de la política exterior chilena de las últimas décadas.
Dos meses después de la primera sentencia, la crisis ha entrado en una fase de normalización incierta. Los vuelos de deportación ya no son una sorpresa, sino un hecho periódico que el Gobierno chileno gestiona con discreción para evitar la exposición mediática de los afectados. La tensión entre la aplicación de la ley migratoria estadounidense y la protección de los ciudadanos chilenos en el exterior persiste. El debate sobre el futuro de la Visa Waiver sigue abierto, y cada nuevo vuelo es un recordatorio de la fragilidad de este privilegio y de la compleja interdependencia entre ambos países. La historia no está cerrada; se ha convertido en una crónica de largo aliento cuyas consecuencias finales aún están por escribirse.