
Un giro inesperado en el mundo financiero ha puesto a la música en el centro del debate sobre inversión y riesgo. En 2025, los llamados “bonos Bowie” —deuda respaldada por los derechos de canciones— alcanzaron un récord de US$4.400 millones recaudados, consolidando un mercado que hasta hace pocos años se consideraba un nicho exótico. Este fenómeno, que tiene a Wall Street y a grandes fondos internacionales en un pulso por rentabilidad, obliga a repensar no sólo la naturaleza de los activos financieros, sino también el valor cultural y económico de la música en la era digital.
La historia comenzó en 1997 cuando David Bowie, pionero en monetizar su catálogo musical a través de deuda, recaudó US$55 millones con una rentabilidad cercana al 8%. Por décadas, esta modalidad permaneció marginal, hasta que en los últimos años, y particularmente en 2025, se catapultó a la escena financiera global. Fondos como Blackstone, Carlyle y el fondo de pensiones de Michigan han impulsado esta expansión, convirtiendo la música en uno de los activos alternativos más buscados.
Este salto no es casual. En un contexto donde los mercados tradicionales ofrecen retornos menguantes y la liquidez mundial es abundante, los inversionistas han buscado refugio en activos que combinan estabilidad con rendimiento superior. La música, con sus flujos de regalías previsibles y protegidos legalmente, ha emergido como una opción atractiva.
Desde el sector financiero, la narrativa es optimista. Bob Valentine, CEO de Concord, destaca que el mercado ha madurado y que la confianza de los inversionistas ha crecido notablemente en pocos años. La calificación por agencias como S&P, Fitch y Moody’s, antes inexistente, ha legitimado estos bonos, lo que a su vez ha expandido el abanico de compradores.
Sin embargo, no todos comparten este entusiasmo sin reservas. Algunos analistas advierten que, pese a la aparente estabilidad, la dependencia de la industria musical en tendencias culturales y cambios tecnológicos puede introducir riesgos difíciles de prever. La concentración en catálogos de artistas icónicos también plantea interrogantes sobre la diversificación y la sostenibilidad a largo plazo.
Desde una mirada social, esta modalidad financiera reaviva debates sobre la mercantilización de la cultura. ¿Qué significa que los derechos de obras artísticas se transformen en instrumentos de deuda para grandes inversionistas? ¿Cómo afecta esto a los creadores y a la industria local, especialmente en países como Chile, donde el ecosistema musical aún lucha por consolidarse en el mercado global?
Aunque el auge de los bonos Bowie es un fenómeno global, su influencia en América Latina y Chile es incipiente pero creciente. Expertos locales señalan que la estructuración de activos culturales como instrumentos financieros podría abrir nuevas fuentes de financiamiento para artistas y productoras nacionales, pero advierten que se necesitan marcos regulatorios claros y políticas públicas que protejan los intereses culturales sin sacrificar la innovación financiera.
“Es una oportunidad para repensar cómo se financia la cultura en Chile, pero también un desafío para evitar que la lógica financiera opaque el valor artístico y social”, señala una académica experta en economía cultural.
Este fenómeno confirma que la búsqueda global de rentabilidad está redefiniendo los límites de la inversión tradicional, incorporando activos que combinan elementos culturales con flujos financieros predecibles. Los bonos Bowie, hoy convertidos en un mercado multimillonario, muestran que la música puede ser mucho más que un producto artístico: es un activo que genera ingresos constantes y atrae capital de alto perfil.
No obstante, esta evolución no está exenta de tensiones: entre la innovación financiera y la preservación cultural, entre la rentabilidad y el riesgo, y entre los intereses globales y las realidades locales. Para Chile, el desafío será integrar esta nueva lógica sin perder de vista la diversidad y la autonomía de su ecosistema musical.
En definitiva, la música ha dejado de ser sólo un arte para convertirse en un campo de batalla donde se enfrentan intereses económicos, culturales y sociales, con consecuencias que apenas comienzan a vislumbrarse.