A más de dos meses de que la administración Trump declarara la guerra a la Universidad de Harvard, el conflicto ha mutado. Lo que comenzó en abril como una serie de ataques verbales y sanciones económicas se ha transformado en una compleja batalla legal y polÃtica con profundas implicancias para el futuro de la educación superior en Estados Unidos. Hoy, el ambiente es de una tensa calma. Tras semanas de escalada, con amenazas que iban desde la revocación de visas hasta la pérdida de acreditación, el presidente Donald Trump ha insinuado sorpresivamente la posibilidad de un "acuerdo histórico". Sin embargo, esta aparente distensión no borra la anatomÃa de un asedio que ha puesto de manifiesto la fragilidad de la autonomÃa académica frente a un poder polÃtico decidido a intervenir en lo que considera un bastión ideológico enemigo.
La ofensiva de la Casa Blanca no fue un acto aislado, sino una campaña coordinada y multifacética. El primer golpe, en abril, fue financiero: la congelación de US$2.200 millones en fondos federales y la amenaza de revocar la exención fiscal de la universidad. El pretexto fue la supuesta tolerancia de Harvard hacia el antisemitismo en las protestas estudiantiles contra la guerra en Gaza, calificando a la institución de "chiste" que enseña "odio y estupidez".
El segundo frente fue migratorio y de seguridad. El Departamento de Seguridad Nacional, liderado por Kristi Noem, exigió los registros detallados de las actividades de estudiantes extranjeros y amenazó con despojar a Harvard de su capacidad para matricularlos. Esta medida se agudizó en junio con la suspensión formal de nuevas visas para alumnos internacionales y la vinculación de la universidad con el Partido Comunista Chino, avivando un discurso de amenaza a la seguridad nacional. La secretaria de Seguridad Nacional llegó a describir el campus como un "pozo negro de disturbios extremistas".
El tercer vector de presión fue regulatorio y expansivo. La estrategia no se limitó a Harvard. La Universidad de Columbia, en Nueva York, enfrentó amenazas similares, incluyendo la posible pérdida de su acreditación oficial, una medida que podrÃa desmantelar financieramente a cualquier institución. Este patrón sugiere un objetivo más amplio: disciplinar al sector de la educación superior de élite, percibido como un núcleo de oposición ideológica.
El conflicto ha expuesto dos visiones irreconciliables sobre el rol de la universidad en la sociedad.
Por un lado, la perspectiva de la administración Trump se articula como una cruzada para "sanear" instituciones que, a su juicio, han sido capturadas por una ideologÃa "woke" y anti-estadounidense. Para el gobierno, la libertad de expresión en los campus ha derivado en un discurso de odio (especÃficamente antisemitismo) que debe ser controlado por el Estado. La intervención, por tanto, no es un abuso, sino una obligación para proteger los valores nacionales y la seguridad. Las medidas punitivas son herramientas legÃtimas para forzar a las universidades a "hacer lo correcto".
Por otro lado, la defensa de Harvard y el mundo académico se basa en el principio de autonomÃa institucional y libertad intelectual, consagrado en la Primera Enmienda de la Constitución. En su demanda contra el gobierno, el rector Alan Garber calificó las acciones como una "extralimitación ilegal" y un intento de "dictar a las universidades privadas lo que deben enseñar". Para Harvard, ceder a estas presiones sentarÃa un precedente devastador, permitiendo que cualquier gobierno de turno pueda moldear la academia a su antojo. Además, la universidad ha subrayado que los fondos congelados no son un cheque en blanco, sino que financian investigaciones cruciales para la sociedad en áreas como el cáncer, el Alzheimer y la esclerosis múltiple, cuyos principales perjudicados serÃan los futuros pacientes.
Este enfrentamiento no surge en el vacÃo. Es el capÃtulo más visible de una larga "guerra cultural" en Estados Unidos, donde las universidades de élite han sido históricamente un blanco para los sectores conservadores. Sin embargo, la intensidad y la naturaleza de las herramientas utilizadas por la administración Trump marcan un punto de inflexión. El uso del aparato estatal —desde el control migratorio hasta las agencias reguladoras— para ejercer presión ideológica representa una escalada significativa.
La solidez financiera de Harvard, con un fondo patrimonial de US$53.000 millones, le ha otorgado una capacidad de resistencia que otras instituciones no poseen. No obstante, este mismo poder económico alimenta la narrativa populista de que son élites desconectadas que no merecen fondos públicos. La paradoja es que, si bien el patrimonio es vasto, más del 80% está legalmente restringido para fines especÃficos (becas, cátedras), y la investigación de punta sigue dependiendo en gran medida de la colaboración público-privada que representan los fondos federales.
El conflicto se encuentra en una encrucijada. La sugerencia de un posible "acuerdo" por parte de Trump podrÃa interpretarse como una victoria de la estrategia de presión, forzando a Harvard a negociar. O, por el contrario, como un reconocimiento de que la vÃa legal y la resistencia de la universidad han puesto lÃmites a la ofensiva. Los detalles de esta posible negociación son desconocidos, pero el resultado sentará un precedente crucial. ¿Se establecerá un nuevo modelo de supervisión gubernamental sobre el contenido y la gestión de las universidades? ¿O se reafirmará la autonomÃa académica como un pilar fundamental de la democracia estadounidense? La respuesta a estas preguntas definirá no solo el futuro de Harvard, sino el de todo un ecosistema intelectual que hoy se encuentra, más que nunca, en la mira del poder polÃtico.