Lo que comenzó en abril como una andanada retórica del presidente Donald Trump, calificando a la Universidad de Harvard como un “chiste” que enseña “odio y estupidez”, ha madurado en los últimos dos meses hasta convertirse en un asedio en toda regla, con consecuencias tangibles y un futuro incierto. A principios de junio, la disputa alcanzó un nuevo clímax con la suspensión de visas para nuevos estudiantes extranjeros de la prestigiosa institución, una medida que transforma el conflicto ideológico en una barrera física y legal. Este enfrentamiento ya no es una mera guerra de declaraciones; es una lucha por los límites del poder político sobre el conocimiento, con la Casa Blanca blandiendo el mazo de la autoridad federal y Harvard defendiéndose con la pizarra de la autonomía académica.
La escalada fue metódica. A mediados de abril, la administración Trump anunció la congelación de 2.200 millones de dólares en fondos federales para Harvard y amenazó con revocar su estatus de exención fiscal. La justificación oficial se centró en la supuesta incapacidad de la universidad para frenar el antisemitismo en las protestas estudiantiles contra la guerra en Gaza. El gobierno exigió una “auditoría” de las opiniones de estudiantes y profesores, una demanda que la universidad rechazó de plano.
La presión se intensificó al día siguiente. El Departamento de Seguridad Nacional (DHS), liderado por Kristi Noem, exigió registros detallados sobre las actividades de estudiantes extranjeros, amenazando con retirar a Harvard su certificación para programas de intercambio. Noem describió el campus como un “pozo negro de disturbios extremistas” que amenaza la seguridad nacional, vinculando la libertad de expresión con una “ideología proHamás”.
La respuesta de Harvard no se hizo esperar. El 22 de abril, la universidad presentó una demanda contra la administración, calificando la congelación de fondos como “ilegal y un exceso de autoridad”. El rector, Alan Garber, advirtió que la medida ponía en peligro investigaciones críticas sobre enfermedades como el cáncer y el Alzheimer, y reafirmó que la institución “no abandonará su independencia ni sus derechos garantizados por la Constitución”.
Desde la perspectiva de la Casa Blanca, sus acciones son una corrección necesaria a un sistema universitario que consideran ideológicamente corrupto y peligroso. La narrativa oficial se sustenta en tres pilares:
Para Harvard y gran parte del mundo académico, la ofensiva del gobierno es un ataque sin precedentes a la libertad intelectual. Su defensa se articula en torno a principios fundamentales:
El conflicto ha trascendido los campus para instalarse en el debate público y, crucialmente, en los tribunales. La pregunta de fondo que se dirime es si las universidades que reciben fondos federales deben someterse a la supervisión ideológica del gobierno de turno. Como señaló el analista Juan Carlos Eichholz, la decisión de Harvard de “levantar la voz y asumir los riesgos” puede marcar un antes y un después, alentando a otras instituciones a resistir lo que perciben como un avance autoritario.
La situación actual es de una tensión no resuelta. La batalla legal está en curso, y la suspensión de visas representa la medida más dura hasta la fecha, afectando directamente la capacidad de la universidad para atraer talento global. El caso Harvard vs. Trump se ha convertido en el laboratorio donde se prueba la resiliencia de la democracia estadounidense y sus contrapesos institucionales frente a un poder ejecutivo decidido a redefinir las reglas del juego cultural y político.