Han pasado más de 60 días desde que la Casa Blanca anunciara su intención de imponer un arancel del 100% a las películas producidas fuera de Estados Unidos, y la onda expansiva aún reconfigura el mapa de la industria audiovisual global. Lo que inicialmente fue recibido con incredulidad, hoy se ha decantado en una realidad tensa y compleja. Lejos de ser una anécdota, la medida se ha consolidado como el capítulo más visible de una agresiva política proteccionista que no solo busca repatriar empleos, sino también redefinir la narrativa cultural. Hoy, estudios de Hollywood, gobiernos extranjeros y hasta estados de la propia unión americana navegan en un mar de incertidumbre, donde cada decisión estratégica parece una apuesta de alto riesgo.
La ofensiva no comenzó en un set de filmación. En abril, la administración Trump ya había desatado una guerra comercial con la imposición de aranceles generales, provocando una respuesta legal inmediata. California, la quinta economía mundial y cuna de Hollywood, fue el primer estado en demandar al gobierno federal, argumentando un impacto desproporcionado. A los pocos días, una coalición de doce estados se sumó a la batalla legal, calificando las tarifas de “económicamente imprudentes”.
El impacto en el mundo corporativo fue inmediato. Gigantes como Apple y Ford vieron sus proyecciones anuales desvanecerse ante la amenaza de miles de millones de dólares en costos adicionales, evidenciando que la estrategia iba más allá de un sector específico. Fue en este clima de disrupción económica que, el 5 de mayo, se lanzó la bomba cultural: un arancel del 100% a las películas foráneas, justificado como una “amenaza a la seguridad nacional” para revivir una industria local supuestamente “en decadencia”.
La medida generó un caos conceptual y logístico. ¿Qué define a una película como “extranjera”? ¿El origen del capital, la locación del rodaje, la nacionalidad del equipo? Producciones icónicas de estudios estadounidenses como `Barbie` o `Deadpool & Wolverine`, filmadas en gran parte en el Reino Unido para aprovechar incentivos fiscales y equipos técnicos de renombre, quedarían en un limbo arancelario. La lógica de producción global, que por décadas permitió a Hollywood optimizar costos y acceder a talento diverso, se vio súbitamente criminalizada.
Las visiones sobre el arancel cinematográfico son tan divergentes como irreconciliables, revelando las fracturas profundas del debate.
El arancel no nace en el vacío. Responde a un fenómeno conocido por décadas en la industria como “runaway production” (producción fugitiva), término acuñado por los sindicatos estadounidenses para describir la tendencia de los estudios a filmar fuera de California, y luego fuera del país, en busca de costos más bajos. Lo que antes era una disputa laboral y económica interna, ahora es elevado por la administración Trump a una cuestión de seguridad nacional, utilizando un instrumento de política exterior —el arancel— para resolver una dinámica de mercado compleja y globalizada.
Hoy, la industria cinematográfica se encuentra en un estado de parálisis estratégica. Las batallas legales dentro de Estados Unidos continúan su curso. A nivel internacional, la diplomacia de la contención parece imponerse a la confrontación directa. Los estudios, mientras tanto, reevalúan sus planes de producción, explorando alternativas como la India o renegociando con sus socios internacionales. El proyector de la globalización cinematográfica no se ha apagado, pero la imagen que proyecta es incierta y fragmentada. El arancel ha roto el viejo modelo, y el guion del nuevo aún está por escribirse.