A más de dos meses de la brutal agresión que dejó a Guillermo Oyarzún, un conserje de 70 años, con secuelas permanentes, la captura de su agresor, Martín de los Santos Lehmann, en Cuiabá, Brasil, cierra un capítulo de fuga y burla, pero abre una reflexión más profunda. El caso dejó de ser una crónica roja para transformarse en un espejo incómodo para la sociedad chilena, reflejando las grietas por donde se filtra el privilegio y la desconfianza hacia las instituciones. La detención no solo pone fin a la huida de un prófugo, sino que consolida una narrativa que obligó al país a debatir sobre la igualdad ante la ley.
La madrugada del 17 de mayo, una discusión por un cigarro escaló a una golpiza que le costó a Guillermo Oyarzún la visión de un ojo, el sentido del olfato y cinco fracturas faciales. Sin embargo, la indignación pública no explotó por la violencia del acto en sí, sino por lo que vino después. En una primera audiencia, De los Santos, un empresario y figura de redes sociales, quedó con medidas cautelares mínimas: firma mensual y prohibición de acercarse a la víctima. Crucialmente, la fiscalía no solicitó arraigo nacional.
Este fue el punto de inflexión. Mientras la opinión pública clamaba por justicia, investigaciones periodísticas revelaron un patrón: De los Santos acumulaba al menos ocho episodios de violencia previos, la mayoría resueltos con acuerdos económicos que le permitieron evitar condenas. El más notorio, un pago de $9 millones a otra víctima de agresión en Pichilemu. La percepción de una justicia comprable se instaló en el debate.
La situación se tornó insostenible. En una segunda audiencia para revisar las cautelares, De los Santos compareció telemáticamente desde un lugar no verificado, fumando y bebiendo mate, en una actitud que fue calificada de desafiante. Acusó a la jueza de montar un “show mediático” y ceder a la presión pública. Pese a su performance, el tribunal decretó su prisión preventiva. Para entonces, ya era tarde. Se confirmó que había salido de Chile días antes, el 19 de junio, con destino a Brasil. La fuga no fue una sorpresa, sino la consecuencia previsible de una falla sistémica.
El caso se convirtió en un poliedro de visiones irreconciliables:
El caso de Martín de los Santos no es una anomalía, sino un síntoma. Puso sobre la mesa el debate sobre las “salidas alternativas” en el proceso penal. Concebidas para agilizar el sistema, en casos de violencia con una marcada asimetría de poder y recursos, pueden ser percibidas como un mecanismo que perpetúa la impunidad. ¿Es la justicia meramente reparatoria o debe tener un componente punitivo y ejemplarizante, especialmente en delitos violentos?
Además, el episodio evidenció el rol del clasismo en la percepción de justicia. La violencia ejercida desde una posición de privilegio en Vitacura, uno de los epicentros de la élite chilena, activó una sensibilidad social particular. La pregunta que quedó flotando fue: ¿habría recibido el mismo trato inicial un agresor de otro origen socioeconómico y de otra comuna?
Con Martín de los Santos detenido en Brasil, se ha iniciado un proceso de extradición para que enfrente a la justicia chilena. El capítulo de su fuga ha terminado, pero la historia judicial está lejos de concluir. El debate que provocó, sin embargo, ya ha dejado una marca. Forzó a las instituciones a revisar sus criterios y expuso, con una claridad pocas veces vista, la tensión latente en Chile entre la ley escrita, su aplicación práctica y la profunda demanda ciudadana por una justicia que sea, y parezca, verdaderamente igual para todos.