A más de tres décadas del retorno a la democracia, el anuncio del Presidente Gabriel Boric durante su cuenta pública de junio de transformar el Centro de Cumplimiento Penitenciario (CCP) Punta Peuco en una cárcel común, no fue solo una medida administrativa. Fue la culminación de una promesa histórica para las agrupaciones de víctimas de la dictadura y un punto de inflexión que reavivó con fuerza un debate que Chile nunca ha cerrado del todo: el de la justicia, la memoria y la impunidad.
Construido en 1995 bajo el gobierno de Eduardo Frei Ruiz-Tagle, Punta Peuco nació como una concesión para calmar las tensiones con un poder militar aún influyente, albergando exclusivamente a exuniformados condenados por violaciones a los derechos humanos. Durante años, su existencia fue denunciada como un símbolo de privilegio y desigualdad ante la ley. La decisión de ponerle fin, lejos de zanjar la discusión, la ha proyectado hacia el futuro, convirtiéndola en un campo de batalla central de la actual carrera presidencial y en un espejo de las fracturas que aún atraviesan al país.
El cierre de Punta Peuco no ocurrió en el vacío. Fue precedido por meses de una creciente tensión política en torno a la memoria histórica. En abril, la candidata presidencial de Chile Vamos, Evelyn Matthei, encendió la pradera al declarar que el golpe de Estado de 1973 fue “necesario” y que las muertes en sus primeros años eran “bien inevitables”. Las reacciones fueron inmediatas. Desde el oficialismo, las candidatas Jeannette Jara (PC) y Carolina Tohá (PPD), esta última hija de un ministro de Allende asesinado en dictadura, calificaron los dichos como una “ofensa a la memoria democrática” y un retroceso a posturas negacionistas. Una encuesta posterior, publicada a fines de abril, pareció darles la razón: cerca de un 65% de la ciudadanía rechazó las afirmaciones de Matthei.
El ambiente se crispó aún más en mayo, durante la celebración del Día de los Patrimonios, cuando en la propia Escuela Militar se pusieron a la venta artículos con la imagen de Augusto Pinochet. El Ejército se desmarcó rápidamente, atribuyendo la venta a una empresa externa sin autorización, pero el incidente fue percibido por muchos como un síntoma de la persistencia de una cultura que reivindica la dictadura dentro de ciertos círculos. Es en este caldeado escenario que el Presidente Boric realiza su anuncio, un gesto que fue leído tanto como un acto de convicción programática como una respuesta política a la coyuntura.
La medida ha puesto en evidencia las profundas divergencias que coexisten en el espectro político y social chileno:
Para comprender la carga simbólica de Punta Peuco es crucial recordar su origen. Su creación fue una de las tantas “medidas de lo posible” de una transición a la democracia tutelada por las Fuerzas Armadas. Fue una solución pragmática para evitar un enfrentamiento directo con el Ejército, que se resistía a que sus hombres cumplieran condena en cárceles comunes junto a presos por delitos ordinarios. Por ello, más que un penal, Punta Peuco ha funcionado como un monumento a los límites y compromisos de esa época, una herida abierta que recuerda que la justicia plena fue, por mucho tiempo, una aspiración postergada en nombre de la gobernabilidad.
El anuncio del Presidente Boric no es un punto final, sino el comienzo de una nueva etapa. La implementación de la medida enfrentará probablemente desafíos logísticos y judiciales, como anticipan los abogados defensores de los internos. Pero, sobre todo, la controversia ha quedado instalada como un tema definitorio de la elección presidencial. La discusión ya no es solo sobre el destino de un centenar de reos, sino sobre qué relato de país se busca construir: uno que se ancla en el “Nunca Más” como pilar fundamental de la convivencia, u otro que propone matizar el pasado en nombre de la reconciliación o de nuevas prioridades. El ocaso de Punta Peuco como símbolo de excepción ha dejado al descubierto que la batalla por la memoria en Chile está más viva que nunca.