A más de dos meses de su fallecimiento, la conmoción inicial por la muerte de Elizabeth Ogaz ha dado paso a un silencio incómodo, uno que resuena con preguntas sobre nuestra cultura digital. Ogaz, la mujer de La Calera que en 2019 se convirtió en un fenómeno nacional por su frase “se hace la vístima”, no fue solo la protagonista de un meme. Su vida y su trágico final funcionan como un espejo que nos devuelve una imagen cruda de cómo la sociedad chilena crea, consume y descarta a sus íconos virales.
Su muerte, el 14 de abril a los 61 años por una septicemia derivada de su diabetes, cerró un ciclo que comenzó con una risa masiva y terminó en una reflexión tardía. La historia de Ogaz no es un hecho aislado, sino el síntoma de una dinámica cultural más amplia que merece ser analizada con la distancia que el tiempo otorga.
El origen del fenómeno fue un despacho televisivo del matinal Bienvenidos de Canal 13. En medio del escándalo mediático que involucraba al expresidente de la ANFP, Sergio Jadue, la opinión de una vecina se transformó en contenido de alto impacto. La particular pronunciación de Ogaz fue el detonante. En cuestión de horas, “la vístima” dejó de ser una simple frase para convertirse en un producto cultural: remixes musicales, poleras, e incluso una fonda con su nombre para Fiestas Patrias.
Elizabeth Ogaz fue invitada a programas, entrevistada y, en apariencia, abrazó su fama con humor. Sin embargo, esta narrativa oculta una asimetría de poder fundamental. ¿Tuvo realmente la opción de negarse? ¿Fue justamente compensada por el valor que su imagen generó para medios y marcas? Su historia se inscribe en una larga tradición de los matinales chilenos de convertir a ciudadanos comunes en espectáculos momentáneos, a menudo a través de la burla sutil o directa, como lo demuestran las recurrentes denuncias ante el Consejo Nacional de Televisión (CNTV) por el trato de periodistas a entrevistados en la calle. La línea entre el reporteo ciudadano y el escarnio público es peligrosamente delgada.
Las consecuencias de esta exposición masiva son difíciles de cuantificar. La fama viral es una jaula sin barrotes visibles. Para Ogaz, significó ser reducida a una caricatura, una identidad pública que eclipsó a la persona, con sus complejidades, su vida y sus problemas de salud, que finalmente resultaron fatales.
El debate que su muerte reavivó presenta al menos tres enfoques:
La historia de Elizabeth Ogaz no es nueva en su esencia, pero sí en su escala y velocidad. Se enmarca en la tradición de la farándula y el fenómeno del “chaqueteo”, esa práctica cultural chilena de socavar el éxito o la notoriedad ajena. La diferencia es que la era digital ha industrializado este proceso. Ya no se necesita un programa de televisión para mantener viva la burla; los memes, stickers y videos aseguran su reproducción infinita y descentralizada.
El resurgimiento de la farándula, analizado por diversos medios, demuestra que existe un apetito constante por el “placer culpable” de observar vidas ajenas. El caso de Ogaz representa la versión más precaria de esta dinámica: la de la celebridad no consentida, la figura pública sin el capital social o económico para gestionar su propia narrativa.
El tema no está cerrado. La muerte de Elizabeth Ogaz dejó una cicatriz en la cultura pop chilena y sembró una disonancia cognitiva constructiva. Muchos de quienes compartieron el meme con ligereza se vieron forzados a confrontar a la persona detrás de la frase y el costo real de su fama.
Su historia nos interpela directamente como sociedad y como consumidores de contenido. Nos obliga a preguntarnos por nuestra propia participación en este ciclo de viralización. ¿Somos meros espectadores o cómplices activos? ¿Qué responsabilidad tenemos al dar “me gusta”, compartir o reírnos de un meme cuyo origen es la exposición, a menudo no solicitada, de una persona real? La tragedia de “la vístima” es, en última instancia, una lección sobre la empatía en un mundo que nos empuja a consumir personas como si fueran contenido efímero.