Lo que hace más de un año estalló en Antofagasta como el "Caso Democracia Viva" ha madurado hasta convertirse en un fenómeno de múltiples aristas que sacude los cimientos de la administración pública chilena. Hoy, a meses de las primeras revelaciones, el llamado "Caso Convenios" ya no es una anécdota de irregularidades aisladas, sino la anatomía de una crisis de confianza que ha permeado desde seremis regionales hasta gobiernos regionales y ministerios. La discusión ha trascendido la inmediatez del escándalo para instalarse en un terreno más complejo: el de las responsabilidades políticas, las fallas estructurales del Estado y la delgada línea entre la gestión ágil y la malversación.
El estado actual del caso es un mosaico de procesos judiciales en curso, investigaciones de Contraloría y un debate público que obliga a mirar con lupa los mecanismos de asignación de fondos. La liberación de algunos de los primeros imputados, como Carlos Contreras (ex-seremi de Vivienda), no marca un cierre, sino el inicio de una nueva fase: la de las defensas públicas que apuntan hacia arriba en la cadena de mando, tensionando aún más el ambiente político.
La evolución del caso ha sido vertiginosa y expansiva. La trama original, que involucraba a la Fundación Democracia Viva, ligada a militantes de Revolución Democrática (partido del Presidente Boric), y convenios por $426 millones con la Seremi de Vivienda de Antofagasta, fue solo la punta del iceberg. Pronto, el foco se amplió a otras organizaciones y geografías, siendo la Fundación ProCultura, fundada por el psiquiatra Alberto Larraín, uno de los epicentros más significativos.
Las investigaciones de la Fiscalía y los informes de la Contraloría General de la República comenzaron a destapar un patrón: transferencias directas millonarias, falta de fiscalización, rendiciones incompletas y, en algunos casos, una alarmante desproporción entre los gastos administrativos y el trabajo efectivo en los territorios. El "modus operandi" cuestionado se basaba en la figura del trato directo, un mecanismo legal pero de uso excepcional que, según los datos, se habría convertido en una práctica extendida.
Un ejemplo claro es la gestión del Gobierno Regional (GORE) Metropolitano. Un análisis de los datos de Mercado Público reveló que las compras por trato directo bajo la administración del gobernador Claudio Orrego se duplicaron entre 2023 y 2024, pasando de 108 a 222. Aunque desde el GORE discrepan de las cifras y defienden la legalidad de sus actuaciones, el hallazgo de Contraloría sobre irregularidades y la apertura de una investigación por parte del Ministerio Público han puesto a la figura del gobernador, hasta entonces bien evaluada, en el centro de la polémica.
Las consecuencias han sido drásticas. Figuras políticas han sido formalizadas, algunas han cumplido prisión preventiva y la institucionalidad ha reaccionado. A principios de julio de 2025, el Ministerio de Justicia solicitó formalmente al Consejo de Defensa del Estado (CDE) la disolución de ProCultura, acusando un "desvío de su objeto social" y una "desproporción de los gastos en personal y honorarios". Este es un paso de máxima gravedad que refleja la profundidad de las irregularidades detectadas.
El caso ha generado un campo de batalla narrativo donde las perspectivas chocan sin posibilidad de síntesis:
El "Caso Convenios" no nació en el vacío. Se inscribe en un modelo de gestión pública que, por décadas, ha dependido de organizaciones de la sociedad civil (OSC) para ejecutar políticas públicas. Este modelo, si bien permite flexibilidad y cercanía con la ciudadanía, demostró tener un talón de Aquiles: la falta de controles robustos y una excesiva discrecionalidad en la asignación de fondos. La figura de los Gobiernos Regionales, fortalecida con la elección directa de gobernadores, añadió una nueva capa de complejidad, otorgando a estas entidades un poder presupuestario significativo sin un correlato en mecanismos de fiscalización igualmente potentes.
La crisis ha puesto en jaque la idea misma de la "colaboración público-privada" en el ámbito social, obligando a un debate sobre la necesidad de modernizar la Ley de Compras Públicas, fortalecer a la Contraloría y establecer criterios objetivos y transparentes para la transferencia de recursos fiscales. Lo que está en juego no es solo la sanción a los responsables, sino la redefinición de cómo el Estado se relaciona con la sociedad civil para cumplir sus fines.
El "Caso Convenios" está lejos de concluir. Las aristas judiciales siguen multiplicándose y las responsabilidades políticas aún no están completamente zanjadas. La etapa que se abre ahora es la de los juicios orales y las declaraciones cruzadas, donde las defensas buscarán demostrar que las irregularidades fueron administrativas y no delictivas, y que las presiones venían de una estructura que los sobrepasaba. Para la ciudadanía, el resultado de este proceso será determinante para medir la capacidad del sistema político y judicial de sancionar la corrupción y, más importante aún, de implementar las reformas necesarias para que las "fundaciones de papel" no vuelvan a defraudar la fe pública.