
El Tren de Aragua, la organización criminal venezolana que Estados Unidos ha catalogado como terrorista, ha dejado de ser una amenaza latente para convertirse en una realidad palpable en Chile. Desde comienzos de 2025, se ha confirmado su presencia en regiones que van desde Arica hasta Los Lagos, con una estructura descentralizada y una capacidad de adaptación que desafía la respuesta estatal.
Este fenómeno no es reciente, pero la reciente liberación controvertida de un presunto sicario vinculado al denominado “Rey de Meiggs” encendió las alarmas y puso en evidencia fallas sistémicas en la gestión de la seguridad pública. Más allá del error judicial puntual, la consolidación del Tren de Aragua en suelo chileno representa un desafío que va más allá de la criminalidad común.
“El Tren de Aragua no es solo una banda más. Es un actor que opera como un Estado paralelo, usando el terror como herramienta operativa y afectando derechos fundamentales”, explica Pablo Urquízar, académico de Derecho y coordinador del Observatorio del Crimen Organizado y Terrorismo de la Universidad Andrés Bello.
Los casos emblemáticos, como el secuestro y asesinato del exteniente venezolano Ronald Ojeda —refugiado político en Chile— y el frustrado plan para atacar tribunales y cárceles en Arica, ilustran la gravedad de la amenaza. A ellos se suman homicidios, extorsiones, trata de personas y lavado de dinero, configurando un catálogo criminal que supera con creces la capacidad local.
Desde el gobierno, la narrativa oficial ha oscilado entre minimizar la amenaza y anunciar medidas reforzadas de inteligencia y cooperación internacional. Sin embargo, voces críticas denuncian que la respuesta sigue siendo insuficiente y fragmentada.
“No basta con perseguir hechos aislados. Es necesario un abordaje estratégico que integre control penitenciario, protección a testigos y coordinación regional”, sostiene María Fernanda Soto, analista en seguridad pública.
En contraste, sectores políticos conservadores han utilizado la presencia del Tren de Aragua para endurecer discursos migratorios y securitarios, lo que ha generado tensiones con organizaciones de derechos humanos que advierten sobre la estigmatización y la vulneración de garantías fundamentales.
Las regiones afectadas reportan un aumento en la percepción de inseguridad y una sensación de abandono estatal. En localidades donde la organización ha arraigado, el Tren de Aragua ha logrado infiltrar redes sociales y económicas, generando dependencia y miedo.
“Es un fenómeno que no solo se combate con policías, sino con políticas sociales que recuperen el tejido comunitario”, dice Juan Carlos Rojas, dirigente vecinal de Concepción.
Tras analizar múltiples fuentes y perspectivas, se concluye que el Tren de Aragua representa una amenaza compleja que supera la criminalidad tradicional. Su consolidación en Chile evidencia falencias en el sistema de justicia, seguridad y políticas migratorias, y obliga a repensar la estrategia nacional.
La coexistencia de discursos securitarios y demandas de derechos humanos genera una disonancia cognitiva que el país debe enfrentar para evitar errores históricos. La experiencia latinoamericana muestra que ignorar o subestimar este tipo de organizaciones puede derivar en un deterioro profundo del orden social y las libertades.
El desafío es claro: enfrentar al Tren de Aragua no solo con represión, sino con inteligencia, cooperación internacional, protección a víctimas y una política pública integral que reconozca las raíces sociales del problema. Ignorar esta realidad es exponerse a un futuro donde el Estado pierda cada vez más terreno frente a actores que operan en las sombras, pero con impactos muy visibles en la vida cotidiana de los chilenos.