Han pasado ya varias semanas desde que el Senado de la República oficializó la salida de Isabel Allende Bussi. Su escaño, que ocupó como representante de la Región de Valparaíso, ahora pertenece a Tomás de Rementería. Sin embargo, el eco de la decisión del Tribunal Constitucional (TC) que forzó su cese de funciones sigue resonando en los pasillos del Congreso y, con especial intensidad, en las filas del Partido Socialista (PS). Lo que comenzó como un intento de preservar un legado histórico —la venta de la casa de su padre, el expresidente Salvador Allende, al Estado— culminó en el abrupto final de una de las carreras políticas más emblemáticas de las últimas tres décadas, abriendo una caja de Pandora de consecuencias legales, políticas y personales.
El origen del sismo fue un requerimiento presentado por parlamentarios de Chile Vamos y el Partido Republicano. La acusación era precisa: la senadora Allende, al firmar un contrato de compraventa con el Fisco, había infringido el artículo 60 de la Constitución, que prohíbe a los parlamentarios en ejercicio celebrar contratos con el Estado. El 10 de abril, el TC publicó su fallo de 80 páginas, que con una contundente mayoría de ocho votos contra dos, acogió el requerimiento.
La argumentación del tribunal fue eminentemente técnica y despojada de juicios morales. Los magistrados sostuvieron que la prohibición es de derecho estricto y busca prevenir, de raíz, cualquier posible conflicto de interés, sin importar si hubo o no un perjuicio fiscal o un ánimo de lucro. La simple celebración del acto, la firma del contrato, bastaba para configurar la causal. En sus considerandos, el TC afirmó que esta decisión, lejos de vulnerar la voluntad popular, “resguarda la democracia” al reforzar un “alto estándar ético y jurídico” para los legisladores.
Si la batalla legal terminó con ese fallo, la batalla política apenas comenzaba. La destitución obligó al Partido Socialista a designar un reemplazo, un proceso que se transformó en un bochorno público. A Isabel Allende se le concedió la prerrogativa de proponer a su sucesor, eligiendo al entonces diputado Tomás de Rementería. No obstante, lo que debió ser un trámite expedito se convirtió en un laberinto de errores y disputas internas. La mesa directiva del PS, liderada por Paulina Vodanovic, ingresó el oficio al Senado para luego retirarlo, argumentando que la decisión debía ser ratificada por la comisión política del partido.
Este vaivén fue interpretado por Allende como un golpe bajo en el momento más vulnerable de su carrera. Públicamente y en privado, expresó su profundo malestar, sintiéndose “revictimizada” por su propia colectividad y llegando a poner en duda su permanencia en el partido que su padre ayudó a fundar. La crisis expuso las tensiones entre las distintas facciones o “lotes” del socialismo, particularmente dentro de la corriente “Grandes Alamedas”, a la que pertenecían tanto Allende como de Rementería.
La salida de Isabel Allende no es la de cualquier parlamentaria. Cierra, al menos por ahora, un ciclo de 31 años en el Congreso que la vio convertirse en la primera mujer en presidir el Senado. Su caída, provocada por un acto que buscaba proteger la memoria histórica, constituye una paradoja que invita a la reflexión sobre los límites entre el símbolo y la norma.
Actualmente, el tema está legalmente zanjado. Tomás de Rementería juró como senador el 23 de abril, reconociendo en su primer discurso la “situación muy injusta” vivida por su antecesora. Sin embargo, las heridas políticas siguen abiertas. La crisis tensionó al máximo al Partido Socialista, debilitando la autoridad de su directiva y dejando un rastro de desconfianza. El nuevo mapa de poder en la senatorial de Valparaíso anticipa una reñida competencia en las próximas elecciones, donde el nuevo senador podría incluso enfrentarse a su pareja, la diputada Karol Cariola (PC), quien también aspira al escaño. El ocaso político de un apellido histórico ha dado paso a una reconfiguración de poder cuyas consecuencias finales aún están por verse.