
Tres años y medio después, el gobierno que llegó con la promesa de un Chile renovado y justo deja tras de sí un panorama que ha generado más desconfianza que esperanza. Las cifras de homicidios alcanzan máximos históricos y las fronteras del norte se han convertido en un corredor para el narcotráfico transnacional, mientras que la respuesta oficial ha oscilado entre la negación y la improvisación, solo reaccionando bajo presión ciudadana.
En el plano económico, el estancamiento es palpable: el crecimiento raquítico, la caída en la inversión privada y el estancamiento del empleo formal configuran un escenario que el Banco Central ha calificado de pérdida de competitividad. Sin embargo, el gobierno mantiene discursos que, según expertos, alejan el capital necesario para revertir esta tendencia.
La educación, otrora orgullo nacional, enfrenta su peor crisis desde el retorno a la democracia. Violencia en los liceos, abandono escolar creciente y un plan de recuperación que no da frutos son síntomas de un sistema al borde del colapso. En salud, las listas de espera superan el millón de atenciones, y la reforma prometida parece estancada.
En vivienda, el compromiso de 260 mil soluciones habitacionales se ha visto afectado por sobrecostos y retrasos, mientras que en cultura, la improvisación ha derivado en proyectos sin impacto real, alimentando la frustración social.
Pero no todo se explica por la incompetencia. La corrupción y la mentira se han instalado como elementos recurrentes. Casos emblemáticos como Democracia Viva y otros escándalos de uso indebido de recursos públicos han erosionado la confianza ciudadana. El “caso Monsalve” expuso contradicciones dolorosas en sectores que se proclamaban defensores de la justicia social.
“La transparencia ofrecida quedó enterrada bajo explicaciones falsas y evasivas”, señala Álvaro Pezoa, director del Centro Ética y Sostenibilidad Empresarial de la Universidad de Los Andes.
En este escenario, la llegada de Jeannette Jara como ministra y rostro visible del gobierno no representa un cambio de rumbo, sino la continuidad de un modelo marcado por la negligencia y el relato engañoso. Para sus críticos, respaldar su gestión es aceptar la degradación del país.
Desde la oposición, la crítica es severa y apunta a que el gobierno ha fallado en su misión fundamental: ofrecer soluciones efectivas y restaurar la confianza. En cambio, desde sectores oficialistas se defiende la continuidad, argumentando que la complejidad de los problemas requiere tiempo y que las reformas en curso aún no muestran resultados visibles.
En regiones, el impacto de estas crisis se siente con mayor crudeza, especialmente en el norte, donde la inseguridad y la migración irregular tensionan la convivencia y los servicios públicos. La ciudadanía, por su parte, oscila entre la frustración y la incertidumbre, reclamando respuestas claras y efectivas.
Este choque de perspectivas revela una disonancia cognitiva que invita a la reflexión: ¿Es este el fin de un ciclo fallido o la antesala de una transformación pendiente? Lo que está claro es que el país enfrenta un desafío monumental para recuperar la eficacia, la ética y la esperanza.
El legado que deja esta administración no es solo un inventario de problemas, sino un llamado urgente a repensar la gestión pública y la responsabilidad política. La verdad, como principio ineludible, y la eficacia, como obligación moral, se presentan como las únicas vías para evitar que la historia se repita.
En definitiva, el Chile que viene deberá decidir si acepta este legado o si, por el contrario, lo rechaza para abrir paso a un futuro distinto.