
El 16 de noviembre de 2025, en el corazón del Parque Nacional Torres del Paine, se produjo una tragedia que dejó cinco turistas extranjeros muertos en el complejo circuito “O”. Cinco vidas que se apagaron en un paraje natural de impresionante belleza, pero también de extrema exigencia y riesgo. Días después, la confirmación del director regional de la Corporación Nacional Forestal (Conaf), Mauricio Ruiz, reveló un hecho que arroja luz y sombra sobre el desastre: el sector donde ocurrió la tragedia no contaba con guardaparques ese día.
Los guardaparques asignados al campamento Los Perros, punto de partida de los turistas hacia el paso John Garner, bajaron a las porterías de Laguna Amarga para ejercer su derecho a voto en las elecciones del domingo 16 o para presentar excusas por no poder sufragar. Esta decisión, que a simple vista parece un ejercicio democrático legítimo, evidencia una falla estructural en la gestión del parque: la incapacidad para asegurar presencia permanente en sectores críticos, especialmente en fechas de alta afluencia y condiciones meteorológicas adversas.
Ruiz explicó que, ese día, había 51 funcionarios distribuidos en 15 sectores operativos del parque, pero la extensión y complejidad del territorio dificultan la cobertura total y simultánea. El sector de Los Perros, además, requiere un relevo logístico que implica recorrer distancias de hasta 18 kilómetros para llegar a su lugar de trabajo, lo que impidió que los guardaparques regresaran a tiempo.
Este escenario abrió un debate intenso en distintos ámbitos. Desde una perspectiva política, algunos sectores de oposición han acusado al gobierno de desidia y falta de recursos para Conaf, señalando que la tragedia es el reflejo de años de abandono institucional. Por otro lado, autoridades gubernamentales y representantes de Conaf han defendido que la organización cumple con las limitaciones propias del territorio y que la jornada electoral generó una situación excepcional difícil de prever.
En la región de Magallanes, la comunidad local ha expresado una mezcla de dolor y frustración. Por un lado, lamentan la pérdida humana y el impacto negativo en la imagen del parque, motor económico y turístico de la zona. Por otro, reclaman mayor inversión y planificación para evitar que la naturaleza y la burocracia se conviertan en un cóctel mortal.
Desde la sociedad civil y organizaciones ambientalistas, la tragedia ha reavivado la discusión sobre la privatización y concesión de servicios dentro del parque. “La Corporación no siempre cuenta con el personal suficiente y depende de alianzas con empresas privadas para cubrir ciertos servicios”, señaló un experto en gestión ambiental, cuestionando la eficacia de este modelo mixto.
La Fiscalía mantiene una investigación en curso para establecer responsabilidades legales, mientras que la Fuerza Aérea recuperó los cuerpos de las víctimas, cerrando un capítulo doloroso pero abriendo otro, el de la reflexión profunda sobre la gestión y las prioridades en uno de los íconos naturales de Chile.
En definitiva, esta tragedia expone una realidad incómoda: la falta de guardaparques en un sector crítico no fue un accidente fortuito, sino el resultado de decisiones y estructuras que no se adaptan a las exigencias del territorio y la ciudadanía. La tensión entre derechos individuales, como el voto, y la seguridad colectiva en espacios naturales protegidos, debe ser abordada con urgencia y responsabilidad.
Así, la muerte de cinco turistas no solo es una pérdida irreparable, sino también un llamado a repensar cómo se gestionan los parques nacionales en Chile, cómo se distribuyen los recursos y cómo se priorizan las vidas humanas frente a las demandas políticas y logísticas.
El coliseo está servido: en un extremo, la naturaleza implacable; en el otro, la fragilidad institucional. Y en medio, los espectadores, que deben aprender de esta tragedia para exigir mejores condiciones y evitar que se repita.