
Un nuevo capítulo en la guerra de Ucrania se despliega con la revelación de un plan de paz de 28 puntos elaborado en conjunto por Estados Unidos y Rusia. Durante las últimas semanas, los enviados especiales de ambos países, Steve Witkoff y Kirill Dmitriev, han negociado este documento que contempla concesiones territoriales significativas y una reducción drástica de las fuerzas armadas ucranianas. El plan, que ha sido discutido sin la participación directa de Kiev, propone que Ucrania ceda el control total del Donbás, incluyendo las provincias de Lugansk y Donetsk, y mantenga la península de Crimea bajo dominio ruso, territorio que Moscú ocupa desde 2014. Además, se plantea que el ejército ucraniano se reduzca a la mitad, limitando su capacidad ofensiva y prohibiendo la presencia de fuerzas internacionales dentro de su territorio.
Este enfoque ha generado una profunda división en la comunidad internacional y dentro de Ucrania. Desde Washington, el secretario de Estado Marco Rubio ha confirmado la existencia del plan y ha señalado que la paz duradera requiere “concesiones difíciles pero necesarias”. Sin embargo, esta postura es vista por muchos analistas y actores políticos como una presión directa sobre Kiev para aceptar un armisticio que equivale a una derrota, en un contexto donde las fuerzas ucranianas aún resisten ofensivas en el este.
En Ucrania, la recepción es de escepticismo y rechazo. El presidente Volodímir Zelenski enfrenta un desgaste interno debido a recientes escándalos de corrupción y a la presión de los bombardeos rusos, lo que debilita su posición negociadora. La sociedad ucraniana percibe el plan como un abandono de su soberanía y un sacrificio de territorios que han resistido durante años. La ausencia de una negociación directa y la imposición de condiciones sin garantías claras de seguridad aumentan la incertidumbre.
Desde Moscú, el plan es presentado como un éxito diplomático que reconoce las “causas históricas” del conflicto, incluyendo la reinstauración del ruso como idioma oficial y el reconocimiento del rito ortodoxo ruso, aspectos simbólicos que buscan legitimar la influencia rusa en la región.
El contexto internacional añade complejidad. Mientras Estados Unidos y Rusia parecen alinearse en sus demandas, la Casa Blanca mantiene un silencio oficial que alimenta las especulaciones sobre el verdadero alcance y respaldo del plan. La delegación militar estadounidense que visitó Kiev y se desplazará a Moscú en los próximos días busca medir la disposición de ambas partes para avanzar, aunque no hay indicios claros de un acuerdo inmediato.
Este plan revive las tensiones clásicas de la diplomacia en conflictos prolongados: la búsqueda de una solución que ponga fin a la violencia, pero que a la vez puede consolidar desigualdades y pérdidas para la parte agredida. La historia reciente de Ucrania muestra que cualquier cesión territorial ha sido resistida con determinación; sin embargo, la realidad sobre el terreno y las presiones internacionales colocan a Kiev en una encrucijada dolorosa.
En definitiva, el plan de paz refleja una negociación donde las potencias definen el tablero y Ucrania queda como el actor obligado a aceptar condiciones que cuestionan su integridad territorial y capacidad de defensa. La guerra continúa, pero ahora con una propuesta que, más que cerrar el conflicto, podría ser el preludio de nuevas tensiones y divisiones internas, mientras la comunidad internacional observa expectante y dividida.
Este episodio confirma que en los conflictos modernos no basta con detener las balas; la paz se construye también sobre decisiones políticas complejas, donde las concesiones territoriales y simbólicas pesan con igual fuerza que los cañones.