A más de dos meses de su fallecimiento, el eco de las campanas que anunciaron la muerte del Papa Francisco se ha disipado, dando paso a un silencio denso y cargado de preguntas. La marea humana que inundó la Plaza de San Pedro para el último adiós fue la imagen final de una unidad aparente. Hoy, con el polvo de los funerales ya asentado, emerge con claridad la compleja anatomía de su legado: un pontificado que conmovió al mundo con su cercanía, pero que deja una Iglesia profundamente dividida y en una encrucijada existencial.
El 21 de abril de 2025, Jorge Mario Bergoglio falleció a los 88 años a causa de un accidente cerebrovascular. Su muerte, como destacó el cardenal chileno Fernando Chomali, lo encontró “con las botas puestas”, trabajando hasta sus últimas horas por la paz y la misericordia. Esta imagen del pastor incansable fue la que convocó a millones, desde fieles anónimos hasta más de 50 jefes de Estado, a una despedida multitudinaria.
Sin embargo, el propio Francisco se encargó de deconstruir la pompa del poder papal. En un acto de coherencia con su discurso, había modificado los rituales fúnebres para asegurar una ceremonia más austera, similar a la de cualquier obispo. Sin los tres ataúdes tradicionales, sin catafalco y con la explícita instrucción de ser enterrado fuera del Vaticano, en la Basílica de Santa María la Mayor, su funeral fue en sí mismo una declaración final: un intento por despojar al papado de sus vestiduras monárquicas para devolverlo a su esencia pastoral. Este gesto, planificado con años de antelación, revela a un líder consciente del simbolismo y determinado a dejar una huella reformadora hasta en su propia muerte.
Ningún lugar refleja mejor las contradicciones de Francisco que su relación con Argentina. El Papa que recorrió las periferias del mundo nunca regresó a su patria en sus doce años de pontificado. La razón, según su círculo cercano, era evitar que su figura fuera instrumentalizada por la profunda “grieta” política que divide al país. Sus relaciones con los sucesivos gobiernos fueron un termómetro de esta tensión: desde la inicial desconfianza y posterior acercamiento con Cristina Fernández de Kirchner, pasando por la fría distancia con Mauricio Macri, hasta el abierto conflicto con Javier Milei, quien lo calificó como “el representante del maligno en la Tierra” antes de una pragmática reconciliación.
El duelo nacional decretado por Milei y su viaje a Roma para los funerales no borran una historia de desencuentros. Francisco, desde Roma, criticaba indirectamente las políticas de ajuste y defendía la “justicia social”, un concepto que el mandatario argentino considera una “aberración”. Esta distancia no fue solo política, sino también pastoral, dejando una sensación de orfandad en una parte de la feligresía argentina que anhelaba la visita del Papa de su tierra.
El cónclave que eligió a Bergoglio en 2013 buscaba un Papa que reformara la Curia y gobernara de manera más colegial. Francisco adoptó el discurso de la “sinodalidad” —un “caminar juntos”— como eje de su pontificado. Sin embargo, las críticas desde dentro del Vaticano pintan un cuadro muy diferente.
Giovanni Maria Vian, exdirector de L’Osservatore Romano, afirma que Francisco deja una “Iglesia más polarizada” y que, en la práctica, “exacerbó el absolutismo del papado”. Según esta visión, gobernó de manera personalista y autoritaria, tomando decisiones cruciales al margen de los dicasterios y generando incoherencias administrativas. El polémico caso del cardenal Angelo Becciu, destituido de sus derechos cardenalicios por el Papa en una decisión personalísima, es el ejemplo más citado de este estilo de mando.
Esta disonancia entre el discurso de apertura y la praxis centralizada es una de las tensiones clave de su legado. Mientras el mundo aplaudía al Papa que preguntaba “¿quién soy yo para juzgar?”, sectores de la jerarquía eclesiástica, como el cardenal alemán Gerhard Müller, advertían sobre los riesgos de una deriva “herética” y un posible cisma. Para ellos, Francisco priorizó la pastoral sobre la doctrina, generando confusión y debilitando la unidad de la Iglesia.
Con la Capilla Sixtina preparándose para un nuevo cónclave, la pregunta que resuena en Roma es si se buscará un continuador de la línea de Francisco o un corrector. La mayoría de los cardenales electores fueron creados por él, pero esto no garantiza lealtad a su proyecto. Muchos provienen de esas periferias que él visibilizó y no se conocen entre sí, lo que hace el resultado impredecible.
El legado de Francisco está, por tanto, en disputa. Para millones de católicos y no católicos, fue un faro de esperanza, un líder que acercó la Iglesia a los problemas reales del mundo: la crisis climática (Laudato si"), las migraciones, la pobreza y la guerra. Para sus críticos, fue un pontífice divisivo cuyo gobierno ambiguo y personalista debilitó la institución.
El próximo Papa no solo heredará el trono de Pedro, sino también la tarea de gestionar esta compleja herencia. Su elección determinará si la apertura de Francisco fue el inicio de una nueva era para el catolicismo o una controvertida excepción en su larga historia. La Iglesia, tras el adiós a su pastor argentino, contiene la respiración.