A fines de abril, en el patio del centro de detención Bluebonnet en Texas, una treintena de migrantes vestidos con overoles rojos formaron tres letras gigantes con sus cuerpos: SOS. La desesperada señal de auxilio, captada por un dron, no era un acto espontáneo, sino el clímax de una crisis que comenzó a gestarse semanas antes en los pasillos del poder en Washington y San Salvador. Hoy, a más de dos meses de la reunión que selló la alianza entre Donald Trump y Nayib Bukele, las consecuencias de su pacto migratorio son crudas y visibles: seres humanos convertidos en moneda de cambio, soberanías nacionales puestas al servicio de una agenda política y el debido proceso legal sacrificado en el altar de la seguridad.
El 13 de abril de 2025, Nayib Bukele se convirtió en el primer jefe de Estado latinoamericano en ser recibido por Donald Trump en la Casa Blanca durante su segundo mandato. El encuentro no fue meramente protocolar; consolidó un acuerdo de seis millones de dólares mediante el cual El Salvador aceptaba recibir en su infame Centro de Confinamiento del Terrorismo (CECOT) a migrantes deportados desde Estados Unidos. La justificación: eran supuestos miembros de pandillas como el Tren de Aragua y la MS-13.
Para ejecutar estas deportaciones expeditas, la administración Trump desempolvó una herramienta legal tan arcaica como controvertida: la Ley de Enemigos Extranjeros de 1798, una norma diseñada para tiempos de guerra que permite la expulsión de no ciudadanos sin las garantías judiciales habituales. El 15 de marzo, bajo esta ley, 238 venezolanos y 23 salvadoreños fueron enviados al CECOT. Entre ellos, Kilmar Ábrego García, un residente de Maryland con esposa estadounidense, cuya deportación se realizó a pesar de una orden judicial explícita que la prohibía. El caso se convirtió en el primer gran test para el pacto.
La respuesta de ambos mandatarios ante el "error administrativo" fue desafiante. Tras su reunión, y frente a una orden del Tribunal Supremo de EE.UU. para asegurar el retorno de Ábrego, Trump y Bukele cerraron filas. "¿Cómo voy a enviar de contrabando a un terrorista a Estados Unidos? Por supuesto que no lo haré", declaró Bukele, calificando la idea de "absurda" y refiriéndose a Ábrego como un pandillero, pese a la ausencia de antecedentes penales en EE.UU. La fiscal general estadounidense, Pam Bondi, respaldó la postura, insistiendo en los vínculos del deportado con la MS-13 sin aportar pruebas.
Esta colisión entre el poder ejecutivo y el judicial en EE.UU. dejó en evidencia la fragilidad de los derechos individuales frente a la voluntad política. Mientras tanto, en Texas, decenas de migrantes venezolanos recibían notificaciones que los acusaban de pertenecer al Tren de Aragua. Su negativa a firmar y su inminente deportación, frenada en el último minuto por una orden judicial el 18 de abril, fue el catalizador del SOS humano que capturó la atención mundial.
El pacto se sustenta en narrativas radicalmente opuestas:
El acuerdo Trump-Bukele no es un hecho aislado. Se inscribe en una tendencia global de externalización de fronteras, donde países más ricos pagan a otros para que asuman la gestión y contención de migrantes. La administración Trump ya explora acuerdos similares con otras naciones, como Ruanda, creando un mercado internacional donde la soberanía y los sistemas de justicia se vuelven servicios transables.
Para un país como Chile, que debate intensamente sobre seguridad, crimen organizado y políticas migratorias, y que recientemente ha integrado sistemas de televigilancia con inteligencia artificial para un mayor control, el caso de El Salvador y EE.UU. plantea una pregunta incómoda: ¿Cuál es el límite? La alianza Trump-Bukele demuestra que cuando la seguridad se convierte en la única prioridad, los derechos humanos pueden transformarse en un daño colateral aceptable y las personas, en meros números de una estadística de deportación. El tema no está cerrado; la batalla legal por los migrantes del "SOS" continúa, y el precedente de un poder ejecutivo que desafía a su propia Corte Suprema sigue latente, redefiniendo las fronteras no solo geográficas, sino también las del estado de derecho.