A más de dos meses de su fallecimiento en Lima, el eco de los homenajes inmediatos a Mario Vargas Llosa se ha disipado, dando paso a un debate más profundo y necesario sobre su monumental y contradictorio legado. La decisión familiar de un adiós privado, sin ceremonias públicas, contrasta irónicamente con la naturaleza de un hombre cuya vida fue una incesante performance pública, una batalla de ideas librada desde la novela, el ensayo y la tribuna. Hoy, con la distancia que el tiempo otorga, la pregunta no es si fue un genio literario —pocos lo dudan—, sino cómo conciliar al arquitecto de mundos ficticios con el polemista implacable que polarizó a un continente.
El Vargas Llosa universal es el de la literatura. Obras como "La ciudad y los perros" o "Conversación en La Catedral" no solo inauguraron el Boom Latinoamericano, sino que diseccionaron con una precisión de cirujano las patologías del poder, la corrupción, el fanatismo y la violencia endémica en el Perú y, por extensión, en América Latina. Sus novelas son mapas de sociedades fracturadas, explorando desde la brutalidad de un colegio militar en Lima hasta la demencia mesiánica en el sertón brasileño de "La guerra del fin del mundo". Su prosa era una herramienta para desentrañar "la verdad de las mentiras", como él mismo definió el oficio de novelar, convirtiendo las ciudades que habitó, principalmente una Lima amada y detestada, en personajes centrales de su universo.
Sin embargo, la figura del escritor comprometido, tan propia del siglo XX, sufrió en Vargas Llosa una metamorfosis radical. El joven que simpatizó con la Revolución Cubana y vio en Sartre un modelo a seguir, rompió estrepitosamente con la izquierda tras el Caso Padilla en 1971. Este quiebre no fue una simple desilusión; fue el inicio de una conversión ideológica que lo llevaría a convertirse en uno de los más férreos defensores del liberalismo a nivel mundial. Su derrota en las elecciones presidenciales de Perú en 1990 frente a Alberto Fujimori no lo apartó de la arena política, sino que lo consolidó como un influyente columnista y ensayista, un rol que muchos de sus críticos calificarían de "panfletario" por su defensa a ultranza del libre mercado y su admiración por figuras como Margaret Thatcher.
La recepción de su figura en Chile es un microcosmos de las tensiones que generó. Para un sector de la derecha liberal, encarnado en figuras como el exministro Gonzalo Blumel, Vargas Llosa fue "un demócrata de tomo y lomo", un faro de coherencia que rechazó "dictaduras, viniesen de donde viniesen". Se recuerda su célebre reprimenda al polemista Axel Kaiser, a quien espetó: "No, las dictaduras son todas malas (...) el precio que se paga por eso es intolerable e inaceptable".
Esta postura, sin embargo, genera una profunda disonancia cognitiva cuando se contrasta con el uso que parte de la derecha chilena hace de su figura. El propio Vargas Llosa acuñó el término "derecha cavernaria" para referirse a aquel sector en Chile que "no entiende lo que son los Derechos Humanos". Columnistas y analistas de centro-izquierda han señalado la paradoja de que algunos de sus admiradores locales justifiquen la dictadura de Pinochet, traicionando el núcleo del pensamiento del peruano. Su legado se convierte así en un arma arrojadiza en el debate chileno, un espejo que refleja las inconsistencias de quienes dicen defender la libertad solo cuando les conviene.
Por otro lado, está la visión del lector conflictuado, aquel que, como relató la periodista Pierina Pighi, sentía una profunda admiración por el novelista pero un creciente extrañamiento hacia el hombre político. Esta tensión alcanzó su punto álgido con decisiones como su apoyo a Keiko Fujimori en 2021, una candidata que representaba la herencia del régimen que él mismo había combatido. Para muchos, fue una traición a sus principios, un acto que opacaba su discurso anti-autoritario. El testimonio del escritor Jaime Bayly, que narra una relación de amistad y enemistad marcada por los vaivenes políticos, pinta el retrato de un hombre leal a sus amigos pero implacable con lo que consideraba desviaciones ideológicas.
El fallecimiento de Mario Vargas Llosa no cierra el libro de su legado; por el contrario, obliga a leerlo en su totalidad. Su obra literaria permanece como un instrumento indispensable para comprender las complejidades del alma humana y las estructuras de poder en América Latina. Pero su figura política, llena de aristas y posturas que desafían una clasificación simple, nos hereda un debate incómodo y perpetuo. Nos obliga a preguntarnos por los límites de la coherencia, la relación entre la ética y la estética, y el rol del intelectual en una sociedad polarizada. Su herencia no es un monumento de mármol, sino un campo de batalla de ideas que, lejos de apagarse, arde con más fuerza tras su partida.