
Un parque, dos mundos. El Parque O’Higgins, pulmón verde y escenario emblemático de Santiago, ha vuelto a posicionarse en el centro de un debate que conjuga tradición, seguridad, economía y política. Entre el 17 y 21 de septiembre de 2025, la llamada "Gran Fonda de Chile" volvió a convocar a cientos de miles de personas para celebrar las Fiestas Patrias, con la presencia estelar del presidente Gabriel Boric y una cartelera artística que incluyó a Leo Rey, Los Vázquez y Cachureos. Sin embargo, esta celebración no estuvo exenta de controversias que ya llevan años acumulándose.
El gobierno y la municipalidad de Santiago desplegaron un operativo sin precedentes, inaugurando la 69ª Comisaría Parque O’Higgins y reforzando la presencia policial con más de 1.150 funcionarios, además de tecnología de punta y seguridad privada. El ministro de Seguridad Pública, Luis Cordero, enfatizó el llamado al autocuidado y a la conducción responsable, recordando que en 2024 solo en la Región Metropolitana se registraron más de 1.000 casos de lesiones y 3.300 de violencia intrafamiliar vinculados al consumo de alcohol durante las festividades.
Pero la seguridad no es el único punto de tensión. A pocos meses de la confirmación del retorno de Lollapalooza a Santiago en 2026, y específicamente al Parque O’Higgins, resurge el debate sobre el uso y destino del espacio público. La salida del festival en 2021, impulsada por la entonces alcaldesa Irací Hassler, se justificó en el deterioro del parque y molestias a los vecinos. Hoy, con el alcalde Mario Desbordes comprometido a recuperar el evento, las voces vecinales se alzan con el mismo argumento: ruido, basura y falta de beneficios para la comunidad.
En este cruce de intereses, las fondas tradicionales parecen gozar de un trato privilegiado, a pesar de que las cifras de seguridad no las eximan de problemas similares a los que generaban los eventos masivos privados. “No es una situación particular con Lollapalooza, sino con los malos usos y este modelo de negocios de centro de eventos”, señaló en 2021 la exconcejala Rosario Carvajal, apuntando a un patrón de priorización empresarial sobre la calidad de vida y el cuidado del parque.
Por su parte, la productora Lotus, responsable de Lollapalooza, anunció que implementará “acciones que impacten positivamente tanto a la comunidad como al parque, cumpliendo con cada una de las normas y protocolos establecidos”, aunque los detalles de estas medidas siguen siendo escasos.
Este escenario revela una disonancia profunda: mientras el Estado y la municipalidad buscan equilibrar la tradición nacional con la seguridad y el orden público, la comunidad vecinal reclama protagonismo en la gestión y uso del parque, rechazando la mercantilización de un espacio que consideran patrimonio colectivo.
Finalmente, la historia del Parque O’Higgins no es solo la de un espacio físico, sino la de un escenario donde se enfrentan distintas visiones de país: una que reivindica la fiesta popular y las tradiciones, otra que reclama respeto y cuidado ambiental y social, y una tercera que busca dinamizar la economía y la cultura a través de grandes eventos. Los hechos recientes confirman que ninguna de estas perspectivas puede imponerse sin generar tensiones y que el futuro del parque depende de la capacidad de diálogo y acuerdos entre todos los actores.
La gran lección que deja este ciclo es que la gestión de espacios públicos emblemáticos requiere no solo de recursos y protocolos, sino de voluntad política para integrar diversidad de voces y construir un proyecto común que trascienda la lógica del espectáculo o la mera tradición.
En definitiva, el Parque O’Higgins sigue siendo un coliseo donde se libran batallas simbólicas y reales, y donde la ciudadanía observa expectante, consciente de que lo que allí ocurra no solo define un lugar, sino parte del alma colectiva de Chile.
2025-11-01