
Chile vuelve a enfrentarse a la cruda realidad de su ubicación geológica. El 1 de agosto de 2025, una serie de sismos de mediana intensidad sacudieron el norte del país, con epicentros a decenas de kilómetros de Socaire y Ollagüe, recordándonos que el suelo sobre el que vivimos es un actor activo y no un mero escenario.
Este evento ha reabierto el debate sobre la preparación nacional para un terremoto de mayor magnitud, un tema que ha oscilado entre la complacencia y la urgencia durante años. La historia reciente, marcada por el devastador terremoto y tsunami del 27 de febrero de 2010, aún pesa en la memoria colectiva, pero la pregunta que emerge es si las lecciones aprendidas han sido suficientes.
Desde el Servicio Nacional de Prevención y Respuesta ante Desastres (Senapred), se insistió en la importancia de mantener actualizadas las recomendaciones y protocolos de seguridad para la población. Sin embargo, voces desde distintos sectores advierten que la brecha entre la teoría y la práctica sigue siendo profunda.
Desde el mundo político, algunos sectores destacan los avances en infraestructura antisísmica y la incorporación de tecnología para la detección temprana. “Hemos invertido en sistemas modernos y capacitación comunitaria que no existían hace una década”, afirma un representante del Ministerio del Interior.
En contraste, organizaciones sociales y expertos en gestión de riesgos señalan que estas medidas no llegan con la misma eficacia a todas las regiones, especialmente las más remotas y vulnerables. “La desigualdad territorial se traduce en desigualdad ante el desastre”, advierte una académica de la Universidad de Chile.
Asimismo, la sociedad civil ha mostrado una mezcla de resignación y activismo. Mientras algunos ciudadanos expresan fatiga ante la constante amenaza, otros impulsan iniciativas locales para reforzar la resiliencia comunitaria, desde simulacros hasta planes de evacuación propios.
Chile es uno de los países más sísmicos del mundo por su posición en el límite convergente de las placas de Nazca y Sudamericana. Los movimientos telúricos son parte de su realidad geológica constante. Sin embargo, la memoria histórica del terremoto de 2010 y otros eventos más antiguos ha generado una cultura de prevención que no siempre se traduce en acciones sostenidas.
El desafío radica en superar la fragmentación de esfuerzos y la dispersión de responsabilidades entre autoridades centrales, regionales y locales. Además, la urbanización acelerada y la pobreza en ciertas zonas complican la implementación homogénea de medidas preventivas.
La reciente actividad sísmica de agosto 2025 es un llamado a la reflexión profunda. No basta con la tecnología ni con las buenas intenciones; la preparación debe ser un compromiso transversal, inclusivo y permanente.
La verdad ineludible es que Chile no puede eliminar los sismos, pero sí puede reducir sus impactos a través de una gestión integrada y equitativa del riesgo. Para ello, es imprescindible reconocer y enfrentar las tensiones sociales y políticas que dificultan la construcción de una cultura de prevención sólida.
En este escenario, la incertidumbre no es solo geológica, sino también social y política. La catarsis colectiva se juega en cómo cada actor —desde el Estado hasta el ciudadano común— asume su rol en este permanente coliseo natural, donde la tragedia ajena es un espejo de nuestra propia vulnerabilidad.