
Un sismo de magnitud 7,8 sacudió la zona antártica chilena el 10 de octubre de 2025, registrado a 262 kilómetros al noroeste de Base Frei. La profundidad de 10 kilómetros y la cercanía a un territorio de alta sensibilidad geográfica y social encendieron las alarmas del Servicio Nacional de Prevención y Respuesta ante Desastres (Senapred), que declaró alerta roja para la comuna de Cabo de Hornos, medida que se mantuvo vigente hasta que las condiciones lo permitieran.
Desde el primer momento, la preocupación se centró en la posibilidad de un tsunami que afectara las costas australes. "Estamos alertas y al cuidado de nuestra gente en la Antártica", afirmó el Presidente Gabriel Boric, reflejando la máxima prioridad del gobierno ante una amenaza que, aunque remota, podría tener consecuencias devastadoras.
Sin embargo, esta emergencia no solo puso a prueba la capacidad institucional para responder a desastres naturales, sino que también expuso las tensiones históricas y sociales que caracterizan a esta región. Cabo de Hornos, con una población reducida y dispersa, enfrenta dificultades logísticas para la evacuación y la comunicación, agravadas por su aislamiento y condiciones climáticas extremas.
El Senapred movilizó todos los recursos disponibles, activando protocolos de evacuación y solicitando a la población alejarse de las zonas costeras. Pero la respuesta no fue homogénea: mientras las autoridades regionales y nacionales enfatizaban la precaución, sectores locales manifestaron inquietudes sobre la falta de información clara y la escasa preparación para una emergencia de esta magnitud.
Desde una perspectiva política, la alerta roja generó un debate sobre la inversión en infraestructura y sistemas de monitoreo en zonas extremas de Chile. Algunos actores, especialmente en la oposición, cuestionaron la capacidad del Estado para proteger a sus ciudadanos en territorios tan remotos, señalando que "la emergencia revela décadas de abandono y falta de planificación estratégica".
Por otro lado, organizaciones sociales y comunidades indígenas de la región hicieron énfasis en la necesidad de incluir sus voces en los planes de prevención, recordando que la historia de la Patagonia está marcada por procesos de exclusión y vulnerabilidad frente a catástrofes naturales y cambios climáticos.
En términos técnicos, el Servicio Hidrográfico y Oceanográfico de la Armada (SHOA) monitoreó el nivel del mar con estaciones que registraron olas de hasta 2,5 metros en algunas localidades, aunque finalmente no se produjo un tsunami destructivo. Esta información fue clave para la desescalada gradual de la alerta, pero también evidenció la complejidad de anticipar fenómenos naturales en un contexto de alta incertidumbre.
En conclusión, la alerta roja en Cabo de Hornos tras el sismo antártico no solo fue un llamado a la prevención frente a un riesgo natural, sino una ventana para observar las fragilidades estructurales de una región aislada y poco atendida. La tragedia potencial quedó contenida, pero las preguntas sobre cómo Chile enfrenta sus desafíos en territorios extremos permanecen abiertas.
La emergencia evidenció la tensión entre la necesidad de protección inmediata y la urgencia de un enfoque integral que considere las realidades sociales, políticas y geográficas de la Patagonia chilena. La lección, por ahora, es que la distancia no debe ser excusa para la indiferencia ni la improvisación.