A más de dos meses de que la noticia sacudiera el ciclo informativo, la propuesta de Donald Trump para reabrir la mítica prisión de Alcatraz ha decantado. Lo que en su momento fue un titular de impacto global, hoy se analiza con la distancia necesaria para comprender su verdadero alcance: no como un proyecto de infraestructura penitenciaria, sino como una calculada pieza de teatro político.
A principios de mayo de 2025, a través de su plataforma Truth Social, el mandatario estadounidense anunció haber instruido a la Oficina Federal de Prisiones la reapertura y ampliación de "La Roca". El objetivo declarado era contundente: albergar allí a los “delincuentes más despiadados y violentos de Estados Unidos” y enviar un mensaje de que la era de la tolerancia con el crimen había terminado. “Cuando éramos una nación más seria”, escribió Trump, “no dudábamos en encarcelar a los criminales más peligrosos”. En su mensaje, también deslizó la posibilidad de enviar a inmigrantes indocumentados al futuro penal, vinculando directamente dos de los pilares de su discurso.
La propuesta se puede analizar desde dos ángulos irreconciliables. Por un lado, la visión punitiva que apela a un electorado que anhela orden y soluciones drásticas. Para este sector, Alcatraz no es solo una cárcel; es un ícono cultural de castigo ineludible, un lugar donde los grandes criminales como Al Capone encontraron su fin. Revivirla es una promesa de restaurar un pasado idealizado de ley y orden, una narrativa potente que no requiere de factibilidad para ser efectiva.
Esta retórica se alinea con acciones previas, como el envío de más de 200 presuntos pandilleros, en su mayoría venezolanos, a la megacárcel de máxima seguridad CECOT en El Salvador, una medida que ha enfrentado múltiples demandas por violaciones al debido proceso. La idea de Alcatraz funciona como una extensión de esta política: exportar o aislar el problema en recintos que operan más como símbolos que como centros de rehabilitación.
En el extremo opuesto se encuentra la perspectiva pragmática. Figuras políticas como la expresidenta de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, cuyo distrito incluye San Francisco, calificaron la propuesta como “no seria”. Los expertos la secundaron, desmantelando su viabilidad punto por punto. La prisión de Alcatraz fue clausurada en 1963 precisamente por sus costos operativos, que triplicaban los de cualquier otra prisión federal. La logística de transportar agua potable, alimentos, suministros y personal a una isla rocosa era, y sigue siendo, económicamente insostenible. Además, como señaló el profesor Gabriel Jack Chin de la Universidad de California, el sistema penitenciario federal actual ya cuenta con un superávit de plazas, por lo que no existe una necesidad real de nuevas instalaciones, y menos de una tan costosa y compleja.
El contexto histórico de Alcatraz agudiza la disonancia de la propuesta. Cerrada hace más de seis décadas, "La Roca" fue reconvertida en una de las atracciones turísticas más importantes de Estados Unidos, recibiendo más de un millón de visitantes al año. Su valor actual reside en su memoria, en las historias de fugas imposibles inmortalizadas por Hollywood y en su estatus como monumento histórico. Transformarla nuevamente en una prisión activa implicaría no solo una inversión económica faraónica, sino también la destrucción de un patrimonio cultural y una fuente de ingresos para la región.
Transcurridos los meses, la orden de Trump no ha pasado de ser una publicación en una red social. No se han anunciado presupuestos, estudios de factibilidad ni planes concretos. El fantasma de Alcatraz fue invocado para cumplir un objetivo mediático y simbólico, y una vez logrado, ha vuelto a su letargo. El episodio, sin embargo, deja una reflexión crítica sobre la naturaleza de la política contemporánea: la creciente primacía del gesto espectacular sobre la política sustantiva y el uso de símbolos potentes para movilizar emociones, aun cuando estos choquen frontalmente con la realidad. La reapertura de Alcatraz nunca fue un plan de gobierno; fue una declaración de intenciones, un capítulo más en la construcción de una narrativa donde la fuerza simbólica del castigo pesa más que cualquier análisis práctico.