Han pasado más de dos meses desde que el nombre de Kilmar Ábrego García, un trabajador metalúrgico salvadoreño residente en Maryland, se convirtiera en el epicentro de una tormenta política y judicial. Lo que comenzó a mediados de marzo como un supuesto "error administrativo" —su deportación a El Salvador pese a una orden judicial que lo protegía— ha madurado hasta convertirse en un caso emblemático. Hoy, la situación de Ábrego no es una noticia de último minuto, sino el reflejo de una profunda crisis institucional que enfrenta al poder ejecutivo estadounidense con su propio sistema judicial, y que redefine las alianzas políticas en el continente bajo un prisma de pragmatismo punitivo.
El 15 de marzo de 2025, Ábrego fue incluido en un vuelo con más de 250 deportados, la mayoría venezolanos, y enviado al Centro de Confinamiento del Terrorismo (CECOT), la megacárcel símbolo de la política de seguridad del presidente salvadoreño Nayib Bukele. La deportación se ejecutó bajo la controvertida Ley de Enemigos Extranjeros de 1798, un estatuto de tiempos de guerra que la administración de Donald Trump reactivó para expulsar migrantes sin el debido proceso.
La situación escaló rápidamente. La familia de Ábrego, liderada por su esposa estadounidense Jennifer Vásquez, lo reconoció en un video oficial y activó las alarmas legales. El poder judicial estadounidense reaccionó: la jueza federal Paula Xinis, quien había otorgado protección a Ábrego en 2019 por considerar creíbles sus temores de ser perseguido en El Salvador, exigió al gobierno facilitar su retorno. La orden fue ratificada por el Tribunal Supremo.
La respuesta del poder ejecutivo fue un abierto desafío. En una reunión bilateral en la Casa Blanca el 14 de abril, Donald Trump y Nayib Bukele declararon conjuntamente que Ábrego no regresaría. "¿Cómo voy a enviar de contrabando a un terrorista a Estados Unidos?", sentenció Bukele, calificando la idea de "absurda". Trump, por su parte, defendió la medida y exploró públicamente la posibilidad de enviar a "criminales de cosecha propia" estadounidenses a la misma cárcel, a cambio de un pago de seis millones de dólares a El Salvador.
El caso Ábrego ha cristalizado un conflicto con al menos tres frentes irreconciliables:
El caso no es un hecho aislado. Se enmarca en una tendencia global de externalización de las políticas migratorias y carcelarias, donde países del Norte global pagan a naciones del Sur para que gestionen flujos migratorios o alberguen a personas consideradas indeseables. El acuerdo entre Trump y Bukele es un ejemplo paradigmático: Estados Unidos financia y legitima el controvertido sistema penitenciario salvadoreño, mientras El Salvador refuerza su imagen de "país más seguro del continente" y fortalece su alianza estratégica con Washington.
La resurrección de la Ley de Enemigos Extranjeros de 1798 es otro elemento clave, pues permite al ejecutivo actuar con un poder casi ilimitado sobre no ciudadanos, erosionando el principio de separación de poderes que es fundamental en una democracia.
A día de hoy, Kilmar Ábrego García sigue en una cárcel salvadoreña, sin cargos formales en su contra y sin fecha de liberación. Su destino parece sellado por la voluntad de dos presidentes que han encontrado en su caso un punto de convergencia política. La batalla legal en Estados Unidos continúa, pero se enfrenta a un muro de realpolitik. El caso Ábrego ya no se trata solo de la libertad de un hombre, sino de la integridad del estado de derecho en Estados Unidos y del futuro de los derechos humanos en una región donde las soluciones de "mano dura" ganan terreno, a menudo, a costa de las garantías fundamentales.