A más de dos meses de que un silencio eléctrico paralizara casi por completo la Península Ibérica, las luces volvieron, pero las interrogantes proyectan una sombra mucho más larga. El 28 de abril de 2025, lo que comenzó como un día normal se transformó en un caso de estudio sobre la fragilidad de las sociedades modernas. El apagón, que afectó a cerca de 50 millones de personas en España y Portugal, no fue solo una noticia pasajera; fue una pausa forzada que expuso las grietas en la infraestructura que sostiene nuestra vida digital y económica.
El evento se desencadenó cerca del mediodía. En cuestión de segundos, según informó el presidente del gobierno español, Pedro Sánchez, el sistema perdió súbitamente 15 GW de energía, el equivalente al 60% de la demanda en ese momento. El efecto fue inmediato y caótico. En Madrid y Lisboa, los semáforos se apagaron, el transporte público se detuvo —con evacuaciones en el Metro— y las transacciones comerciales se congelaron. La dependencia del pago con tarjeta y de los servicios en línea dejó al comercio en una parálisis casi total. Los cajeros automáticos, inoperativos, se convirtieron en monumentos a una economía digital que daba por sentada su fuente de energía.
La respuesta de las autoridades fue de contención. Tanto Sánchez en España como el primer ministro portugués, Luís Montenegro, calificaron la situación de “inédita” y llamaron a la calma, mientras recomendaban a los trabajadores no esenciales permanecer en sus casas. La prioridad inicial fue restablecer el servicio, un proceso que tomó horas y, en algunas zonas, más de un día, mientras en paralelo se iniciaba una investigación para determinar las causas, descartando casi de inmediato la hipótesis de un ciberataque.
Una vez superada la emergencia, el foco se desplazó hacia el origen del fallo. Las primeras informaciones de Red Eléctrica, el operador español, apuntaron a dos “desconexiones” en el suroeste de España, una zona con alta concentración de generación de energía solar. Esto abrió inmediatamente un debate que polarizó las opiniones: ¿fueron las energías renovables, por su naturaleza intermitente, las responsables del colapso?
Desde una perspectiva técnica, expertos internacionales sugirieron que culpar directamente a las renovables era una simplificación. Plantearon el “modelo del queso suizo”: una serie de fallos menores no relacionados que, al alinearse, provocan una falla catastrófica. La discusión, por tanto, no es sobre la viabilidad de la energía solar o eólica, sino sobre la capacidad de las redes eléctricas —muchas de ellas diseñadas en el siglo XX— para gestionar la variabilidad y la descentralización que estas nuevas fuentes implican. El propio presidente Sánchez negó que el problema fuera un “exceso de renovables”, señalando más bien un fallo sistémico aún por esclarecer.
Esta disonancia es clave: el apagón no representa necesariamente un fracaso de la transición energética, sino una advertencia crítica sobre la necesidad de invertir masivamente en la modernización, digitalización y flexibilización de las redes. La interconexión europea, que permite compartir energía entre países y que incluso provocó breves afectaciones en el sur de Francia, demostró ser tanto una fortaleza como un talón de Aquiles, capaz de propagar un colapso en cadena.
Semanas después del evento, las cifras confirmaron la magnitud del impacto. Un informe de CaixaBank estimó que el apagón le costó a la economía española casi 400 millones de euros solo en la caída del consumo. Este dato es un recordatorio contundente de que la infraestructura eléctrica es la columna vertebral no solo de la industria, sino de cada transacción cotidiana.
Hoy, con la investigación oficial aún en curso, el apagón ibérico ha dejado de ser un problema exclusivamente español o portugués para convertirse en una lección europea y global. Para países como Chile, que avanzan decididamente en su propia transición hacia las energías renovables, el evento subraya la importancia de planificar la resiliencia del sistema a la par que se aumenta la capacidad de generación.
El tema ya no es si la energía del futuro será verde, sino si construiremos redes lo suficientemente inteligentes y robustas para soportarla. El gran apagón de 2025 no fue el fin de una era, sino un prólogo exigente sobre los desafíos que implica construir un futuro sostenible sin dejar a nadie a oscuras.