
El pasado 23 de julio, a las 20:46 horas, un sismo de magnitud 5.5 sacudió las regiones de Tarapacá y Antofagasta, con epicentro ubicado a 36 kilómetros al noreste de Calama. Según el Servicio Sismológico Nacional, la profundidad fue de 114.4 kilómetros, lo que contribuyó a que el movimiento telúrico se sintiera con intensidad moderada en las zonas afectadas. El Servicio Hidrográfico y Oceanográfico de la Armada (SHOA) descartó cualquier riesgo de tsunami, lo que alivió la preocupación inicial de la población costera.
La intensidad del sismo, medida en escala de Mercalli, mostró variaciones regionales: Calama y María Elena reportaron grado IV, mientras que Iquique, Alto Hospicio, El Loa y Pica registraron grado III. Este detalle revela cómo la geografía y la profundidad influyen en la percepción de los movimientos sísmicos.
Las voces ciudadanas y expertas se dividieron en cuanto a la gestión y preparación frente al evento. Por un lado, sectores de la comunidad local expresaron inquietud por la falta de información oportuna y la limitada capacidad de respuesta en infraestructura básica. 'Sentimos el temblor claramente, pero la comunicación estatal fue escasa y tardía', señaló un vecino de Calama en un foro comunitario.
Desde el ámbito gubernamental, autoridades regionales y nacionales defendieron la actuación del Sistema Nacional de Prevención y Respuesta ante Desastres (Senapred), destacando que 'los protocolos se activaron conforme a los estándares y no se registraron daños mayores ni víctimas'.
Sin embargo, expertos en sismología y gestión de riesgos han señalado que este episodio pone en evidencia la necesidad de fortalecer la educación ciudadana y la infraestructura resistente en el norte, una zona sísmicamente activa y con una población creciente. La académica de la Universidad de Chile, Dra. Marcela Rojas, advierte que 'eventos de esta magnitud son recordatorios para revisar y actualizar planes de emergencia, especialmente en ciudades mineras como Calama'.
En el plano socioeconómico, la sacudida también reavivó debates sobre la vulnerabilidad de las comunidades más expuestas y las desigualdades en el acceso a recursos para enfrentar desastres naturales. Mientras sectores más acomodados disponen de seguros y viviendas reforzadas, barrios periféricos y rurales enfrentan mayores riesgos.
Finalmente, la experiencia del sismo del 23 de julio confirma verdades irrefutables: Chile sigue siendo un país marcado por la fuerza de la naturaleza, donde la preparación y la resiliencia social son los verdaderos escudos ante la tragedia. La historia reciente recuerda que el tiempo para actuar no es después, sino antes del próximo temblor.
Este episodio, aunque menor en comparación con grandes terremotos históricos, se inscribe en un ciclo permanente de desafíos para las regiones del norte, que deben equilibrar desarrollo, seguridad y cohesión social para afrontar la imprevisibilidad sísmica.