
El 10 de julio de 2025, un incendio de proporciones excepcionales consumió un sector histórico del centro de Santiago, un episodio que sacudió a la ciudad durante más de 24 horas. Más de 150 voluntarios de 22 compañías del Cuerpo de Bomberos de Santiago (CBS), apoyados por Carabineros, el SAMU, y recursos municipales y regionales, desplegaron una operación titánica para controlar las llamas y rescatar a más de 250 personas atrapadas en edificios antiguos y estrechos pasajes.
El fuego se extendió rápidamente por construcciones previas a las normativas modernas, poniendo en evidencia la vulnerabilidad de sectores con patrimonio arquitectónico y alta densidad habitacional. El profesionalismo y la coordinación entre instituciones evitaron una tragedia mayor, pero a casi cinco meses, las secuelas y cuestionamientos persisten.
Desde el Gobierno Regional, la narrativa oficial subraya la importancia de fortalecer la preparación y dotar de tecnología avanzada a los cuerpos de emergencia. “Esta emergencia nos mostró la necesidad de invertir en infraestructura y capacitación, pero también en campañas de prevención que involucren a toda la comunidad”, afirmó un vocero regional.
Por otro lado, organizaciones vecinales y expertos en urbanismo advierten que la responsabilidad no puede recaer únicamente en el voluntariado y las instituciones. “Hay un abandono histórico de estos barrios, con escasa fiscalización y nula modernización de las edificaciones. La prevención debe ser una política pública prioritaria, no solo un llamado al autocuidado”, sostiene una académica de la Universidad de Chile.
El incendio dejó a cientos sin hogar y afectó a pequeños comerciantes que venían luchando contra la crisis económica post pandemia. Las ayudas estatales y municipales han sido valoradas, aunque insuficientes para cubrir la magnitud del daño. Además, la pérdida patrimonial ha abierto un debate sobre cómo equilibrar la conservación histórica con la seguridad y habitabilidad.
“La recuperación debe ser integral, no solo física sino social. La comunidad exige participación real en las decisiones que afectan su entorno”, enfatiza un dirigente vecinal.
A la distancia, se puede afirmar que este incendio fue un espejo de múltiples fragilidades: urbanas, sociales y políticas. La emergencia evidenció la capacidad de respuesta del voluntariado y las instituciones, pero también la urgencia de repensar la planificación urbana y las políticas de prevención.
Queda claro que la prevención no es solo un llamado a la ciudadanía, sino una responsabilidad compartida que requiere voluntad política, recursos adecuados y diálogo permanente con las comunidades afectadas. El fuego de julio no solo consumió edificios; encendió una discusión que el país debe abordar con profundidad para evitar que la tragedia se repita.