
El pan, alimento emblemático en Chile, ha sido durante décadas un protagonista silencioso en la mesa familiar. El 80% del pan consumido en el país se produce mediante el método Chorleywood, que incorpora grasas y aditivos para acelerar la producción y abaratar costos, según la periodista científica Melissa Hogenboom, experta citada en un análisis reciente de la BBC. Esta técnica, desarrollada en la década de 1950, ha permitido que el pan sea accesible y económico, pero a costa de ingredientes que pueden afectar la salud a largo plazo.
Chile se posiciona entre los países con mayor consumo de pan per cápita en América Latina, una realidad que convoca a múltiples actores a reflexionar más allá del sabor y la tradición. La creciente incidencia de enfermedades como la diabetes y la obesidad ha puesto en el centro del debate la calidad nutricional de este alimento cotidiano.
Desde una perspectiva sanitaria, expertos advierten que la presencia de sal, azúcares, grasas y aditivos químicos en panes ultraprocesados contribuye a estos problemas. Sin embargo, la elección del pan no es solo una cuestión médica, sino también económica y cultural.
“Gran parte de la elección se reduce, en última instancia, a preferencias personales, conveniencia y costo”, señala Hogenboom, reflejando la tensión que enfrentan los consumidores chilenos. El pan de masa madre, reconocido por su mejor perfil nutricional, suele ser más caro y menos accesible para amplios sectores, lo que dificulta su adopción masiva.
En el terreno político y social, esta problemática ha generado voces diversas. Por un lado, organizaciones de salud pública y nutricionistas promueven campañas para incentivar el consumo de panes integrales y con menos aditivos. Por otro, la industria panadera defiende la necesidad de mantener precios competitivos para no afectar la economía doméstica, especialmente en sectores vulnerables.
En regiones rurales y urbanas, la relación con el pan varía. En zonas con menor acceso a productos frescos, el pan ultraprocesado es a menudo la opción más práctica y económica, mientras que en áreas metropolitanas crece el interés por alternativas artesanales y saludables, aunque con un costo mayor.
“No es solo un tema de salud, sino también de justicia alimentaria y acceso equitativo”, comenta una académica en nutrición de la Universidad de Chile, apuntando a la necesidad de políticas públicas que equilibren calidad, precio y educación alimentaria.
En definitiva, el debate sobre cuál es el pan más saludable en Chile no se agota en la ciencia ni en la industria, sino que se despliega en un escenario complejo donde tradición, economía y salud pública se enfrentan sin un claro vencedor. Esta disputa refleja un desafío mayor: cómo garantizar que un alimento tan básico como el pan contribuya al bienestar de la población sin sacrificar su arraigo cultural ni su accesibilidad.
La realidad muestra que la mayoría de los chilenos sigue consumiendo pan ultraprocesado, mientras las alternativas saludables ganan terreno lentamente, condicionadas por factores socioeconómicos y educativos.
Así, mientras las mesas chilenas siguen llenas de marraquetas y hallullas, la pregunta persiste: ¿cómo avanzar hacia una alimentación más consciente y saludable sin perder la identidad ni aumentar la desigualdad? Las respuestas están en construcción, pero el debate ya no puede postergarse.