
En julio de 2025, Chile volvió a ser escenario de una serie de sismos que, aunque no alcanzaron la magnitud de un gran terremoto, han mantenido en alerta a comunidades y autoridades. El más destacado, ocurrido el 10 de julio a las 05:26 horas, fue un sismo de magnitud 5.3 con epicentro a 38 km al noreste de Camiña, en la Región de Tarapacá, a una profundidad de 116 km, según reportó el Centro Sismológico Nacional de la Universidad de Chile.
Este episodio no es aislado, sino parte de una cadena de movimientos telúricos que han vuelto a poner a prueba la capacidad de respuesta del Estado y la sociedad civil. Dos años después, el debate sobre la preparación ante la sismicidad ha ganado en complejidad y urgencia.
Desde el ámbito oficial, el Servicio Nacional de Prevención y Respuesta ante Desastres (Senapred) ha reiterado las recomendaciones básicas para actuar durante un sismo, enfatizando la importancia de la educación continua y la actualización de protocolos. Sin embargo, en terreno, las voces de las comunidades afectadas revelan una realidad más fragmentada.
En la Región de Tarapacá y otras zonas del norte, donde la actividad sísmica es recurrente, la percepción ciudadana oscila entre la resignación y la frustración. Muchas familias denuncian que, pese a las campañas informativas, las condiciones estructurales de sus viviendas y la falta de recursos limitan la efectividad de cualquier plan preventivo.
Por otro lado, desde la esfera política, la cuestión se ha convertido en un terreno de disputas. Algunos sectores de oposición critican la falta de avances concretos en inversión para infraestructura resistente y alertas tempranas, mientras que el gobierno defiende la implementación de nuevas tecnologías y la modernización del sistema de monitoreo sísmico.
El análisis histórico recuerda que Chile se asienta en el límite convergente de las placas tectónicas de Nazca y Sudamericana, una condición que inevitablemente genera una sismicidad elevada. Pero la tragedia y el desafío no radican solo en los movimientos telúricos, sino en la capacidad social y política para anticiparlos y mitigar sus consecuencias.
Al mirar los hechos con distancia, emergen tres verdades ineludibles: primero, la sismicidad no cede, y con ella la necesidad de una preparación constante y adaptativa; segundo, la desigualdad regional y socioeconómica condiciona la resiliencia de las comunidades; y tercero, la política pública enfrenta una prueba de coherencia y eficacia, donde la inversión en prevención debe superar la retórica para traducirse en seguridad palpable.
Este episodio sísmico y su manejo ofrecen una oportunidad para reflexionar sobre el Chile que queremos: uno que no solo reacciona ante el desastre, sino que construye día a día las condiciones para minimizar su impacto. La historia de estos movimientos telúricos recientes es, en definitiva, la historia de un país en tensión entre la naturaleza y su propia capacidad para convivir con ella, un coliseo donde los protagonistas luchan por el derecho básico a la seguridad y la tranquilidad.