
En julio de 2025, Chile atravesó un punto de inflexión que redefine el mapa de la seguridad nacional. La detención de seis suboficiales de la II Brigada Acorazada con 192 kilos de cocaína y la aparición de una casa de tortura en Linares operada por un clan local, junto al secuestro y extorsión del exalcalde de Macul, pusieron en evidencia que el crimen organizado no solo ha ganado terreno, sino que se ha profesionalizado y enraizado en instituciones y territorios antes considerados seguros.
El operativo que terminó con la captura de militares involucrados en el tráfico de drogas reveló una "narco-captura": la infiltración del crimen en la logística y disciplina militar. No se trató de simples corruptos aislados, sino de un fenómeno estructural que amenaza la integridad del Estado. Expertos en seguridad advierten que esta penetración pone en jaque la frontera entre la seguridad pública y la seguridad nacional, un límite que Chile parecía mantener intacto hasta hace poco.
Desde la perspectiva política, sectores conservadores exigen una respuesta enérgica y reformas inmediatas en las fuerzas armadas y de orden. Por otro lado, voces críticas alertan sobre la necesidad de no caer en la militarización de la seguridad y abogan por fortalecer la inteligencia civil y la transparencia institucional para evitar abusos y corrupción.
La aparición de una casa de tortura en Linares, con métodos inspirados en cárteles extranjeros pero fabricados localmente, marca un salto en la brutalidad del crimen organizado chileno. Andrea Allende, apodada “La Reina del Sur”, lidera esta mutación, evidenciando que la violencia extrema ya no es un fenómeno importado, sino una realidad nacional.
Esta transformación ha generado alarma en la sociedad civil, que ve con preocupación cómo la normalización de la violencia extrema erosiona la convivencia y la percepción de seguridad. En regiones, el impacto es doble: mientras algunas comunidades exigen mayor presencia policial, otras temen que esta respuesta derive en violaciones a los derechos humanos.
El secuestro del exalcalde Gonzalo Montoya, con amenazas explícitas y exigencias de rescate, introduce una dimensión inédita en la criminalidad local: la mezcla entre lucro y mensaje político. Este caso evidencia que ningún actor público está fuera del alcance de las redes criminales, ampliando el campo de acción de estos grupos.
Desde el ámbito social, esta modalidad ha generado miedo y desconfianza hacia las autoridades, cuestionando la capacidad del Estado para proteger a sus representantes y ciudadanos. La comunidad académica, en tanto, debate sobre las implicancias de este fenómeno para la democracia y la gobernabilidad.
El hilo conductor entre estos hechos es la transferencia acelerada de capacidades criminales: desde la logística militar hasta las técnicas de tortura y negociación. Mientras el crimen se profesionaliza, el Estado parece quedarse en un nivel básico de contrainteligencia.
La experiencia internacional muestra que la demora en responder puede ser fatal. Países como Colombia y México enfrentaron décadas de violencia que socavaron su desarrollo económico y social. En cambio, naciones que actuaron con rapidez y reformas estructurales, aunque con costos políticos, lograron contener el avance criminal.
Chile aún dispone de una ventana estratégica para actuar: auditorías patrimoniales anuales en las fuerzas armadas, un centro nacional de inteligencia enfocado en operaciones fronterizas y una legislación robusta contra la tortura y el crimen organizado son medidas urgentes y necesarias.
Este conjunto de hechos confirma que el crimen organizado chileno ha dejado de ser un fenómeno periférico para convertirse en un desafío central del Estado y la sociedad. La profesionalización criminal, la violencia extrema local y la expansión de modalidades como el secuestro político son realidades palpables.
La disyuntiva es clara: o Chile asume la complejidad del problema con reformas profundas y coordinación interinstitucional, o se arriesga a repetir las tragedias que otros países latinoamericanos ya conocen. La línea que separa la seguridad pública de la seguridad nacional se ha difuminado, y el tiempo para decidir se mide en meses, no en años.
Esta historia, que comenzó con casos puntuales, hoy es la trama que desafía la cohesión social y la confianza en las instituciones. El país observa, pero también sufre, y el desenlace dependerá de la voluntad política y social para enfrentar una amenaza que ya no es ajena.
2025-11-12