A más de sesenta días del fallecimiento del Papa Francisco, el eco de las campanas de San Pedro ha sido reemplazado por un silencio analítico. La conmoción global, que vio a líderes como el argentino Javier Milei pasar de la crítica feroz al duelo de Estado, ha dado paso a la decantación de un proceso de transición que fue mucho más que un mero cambio de liderazgo. La muerte del primer Papa latinoamericano no solo cerró un capítulo; abrió una ventana a las tensiones, contradicciones y fuerzas que pugnan por definir el rumbo de la Iglesia Católica en el siglo XXI. Lo que hoy se puede observar con distancia no es solo la elección de un sucesor, sino la puesta a prueba del disruptivo legado de Jorge Bergoglio.
La transición comenzó mucho antes de que los 133 cardenales se encerraran en la Capilla Sixtina. La antesala del cónclave estuvo marcada por una disputa que evidenció las fracturas internas del Vaticano: la controversia en torno a la participación del Cardenal Angelo Becciu. La aparición de dos cartas firmadas por Francisco, expresando su voluntad de excluir al purpurado condenado por irregularidades financieras, funcionó como un testamento en acción. Este hecho reveló no solo la influencia póstuma de Francisco, sino también la compleja maquinaria legal y de poder que rige la Santa Sede, donde la voluntad papal debe navegar las aguas de la tradición canónica.
El funeral mismo se convirtió en un escenario geopolítico inesperado. Más allá de la liturgia, la Plaza de San Pedro fue testigo de un encuentro de alto impacto: una reunión informal entre el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, y su homólogo ucraniano, Volodymyr Zelensky. La discusión sobre un "alto al fuego completo e incondicional", en el marco de un evento de duelo, subrayó el rol de la Santa Sede como un territorio neutral para la diplomacia global, una faceta del poder blando que Francisco cultivó activamente.
El cónclave culminó con una elección que, si bien no fue una sorpresa total, sí marcó un rumbo definido. El elegido fue el estadounidense Robert Prevost, de 69 años, quien adoptó el nombre de León XIV. Su perfil contrasta notablemente con el de su predecesor: un hombre descrito como metódico, deliberativo y más joven, lo que augura un pontificado potencialmente largo y de diferente talante.
El primer mes de León XIV ha sido un estudio de contrastes. Mientras Francisco inició su papado con gestos de ruptura —rechazando los apartamentos papales por la residencia de Santa Marta y con un estilo pastoral y espontáneo—, León XIV ha optado por un camino que muchos interpretan como un retorno a la tradición. El uso de la mozzetta (capa corta roja) y el canto en latín son gestos simbólicos que resuenan con un sector de la Iglesia que se sintió desplazado por el estilo de Bergoglio.
Las primeras declaraciones del nuevo Pontífice también marcan una diferencia de énfasis. Su defensa del matrimonio como un "modelo concreto del amor" entre hombre y mujer, si bien es doctrina tradicional, se percibe con un tono más firme y menos abierto a las interpretaciones pastorales que caracterizaron a Francisco, especialmente tras la declaración Fiducia Supplicans.
La elección de su nombre es, en sí misma, una declaración de intenciones. Al invocar a León XIII, el Papa de la encíclica social Rerum Novarum, Prevost señala una preocupación por los desafíos de una "nueva revolución industrial", como la inteligencia artificial. Esto sugiere un pontificado enfocado en la doctrina social, pero quizás desde una perspectiva más estructurada y menos centrada en la "cultura del encuentro" de Francisco. Se plantea así una disonancia constructiva: ¿es posible mantener el fondo social del mensaje de Francisco cambiando radicalmente la forma y el estilo?
La historia reciente del papado ha sido un movimiento pendular. Del carisma viajero y doctrinal de Juan Pablo II se pasó al rigor intelectual de Benedicto XVI, y de ahí a la revolución pastoral de Francisco. La elección de León XIV puede interpretarse como un intento del Colegio Cardenalicio de encontrar un punto de equilibrio: un líder que pueda consolidar administrativamente una Iglesia sacudida por reformas y controversias, sin repudiar explícitamente el núcleo del mensaje de su predecesor.
Hoy, el tema no está cerrado. León XIV avanza con cautela, sin grandes nombramientos ni anuncios de viajes. Su decisión final sobre si habitará o no los apartamentos papales será un símbolo potente de su dirección. El legado de Francisco no ha sido borrado, pero sí está siendo reinterpretado. La pregunta que queda en el aire, y que solo los próximos meses y años podrán responder, es si el pontificado de León XIV será una síntesis, una corrección silenciosa o el inicio de una era completamente nueva para el catolicismo global.