Lo que hace algunos meses se anunció como una alianza histórica entre el poder político y la vanguardia tecnológica, hoy es el recuerdo de un experimento fallido. La breve y explosiva participación de Elon Musk en la administración de Donald Trump, como líder del recién creado Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE), ha concluido no con un informe de ahorros billonarios, sino con una serie de acusaciones cruzadas que resuenan en los pasillos de Washington y los directorios de Silicon Valley. Más allá del choque de dos personalidades dominantes, el episodio obliga a analizar las complejas y a menudo contradictorias intersecciones entre la riqueza privada, la innovación tecnológica y el ejercicio del poder público.
La misión de Musk era audaz: aplicar la lógica de la optimización empresarial para recortar dos billones de dólares en gastos superfluos del aparato estatal. Durante 130 días, bajo la figura de “empleado especial del gobierno”, el magnate se sumergió en la burocracia que tanto había criticado. Sin embargo, su gestión estuvo marcada por tensiones desde el principio. Mientras Musk proponía recortes drásticos en áreas como la ayuda internacional y programas de diversidad, sus propias empresas enfrentaban una tormenta.
Tesla, su principal fuente de riqueza, vio caer sus acciones hasta en un 45% desde su máximo anual durante este período. Concesionarios fueron vandalizados y la marca, tradicionalmente asociada a un público progresista y con conciencia ambiental, sufrió un daño reputacional significativo. Un exejecutivo de la firma señaló que el 80% de sus ventas en Estados Unidos provenían de distritos demócratas, una clientela que se sintió “profundamente ofendida” por la alianza de Musk con Trump. Los inversionistas, alarmados, llegaron a exigir por carta que el CEO dedicara un mínimo de 40 horas semanales a la compañía automotriz.
El punto de quiebre se materializó a fines de mayo, cuando Musk criticó públicamente un proyecto de reforma fiscal impulsado por Trump, calificándolo de “abominación repugnante”. Aunque su período como asesor estaba por terminar, la crítica aceleró una ruptura que se tornó personal y caótica. Lo que siguió fue un espectáculo mediático en la red social X, propiedad del mismo Musk: acusaciones de que Trump figuraba en los archivos de Jeffrey Epstein, amenazas del presidente de cancelar los millonarios contratos gubernamentales con SpaceX, y la respuesta de Musk de desmantelar la cápsula Dragon. La saga culminó con el gesto simbólico de Trump de considerar la venta del Tesla rojo que había adquirido meses antes como señal de apoyo.
La narrativa sobre el paso de Musk por Washington se fragmenta según quién la cuente, y es en esa disonancia donde reside la complejidad del fenómeno.
El caso Musk-Trump no es un hecho aislado. Se inscribe en una tendencia creciente de multimillonarios tecnológicos que buscan traducir su poder económico e influencia mediática en poder político directo. A diferencia del lobby corporativo tradicional, que opera tras bambalinas, figuras como Musk utilizan sus plataformas para moldear la opinión pública y desafiar directamente las estructuras de gobierno. Este fenómeno plantea preguntas fundamentales: ¿Es beneficioso para la democracia que individuos con tal concentración de poder económico y comunicacional asuman roles cuasi-gubernamentales? ¿Cuáles son los mecanismos de rendición de cuentas para un “asesor especial” que no fue electo y cuyas decisiones pueden afectar a millones, mientras benefician a sus propias empresas?
A semanas del quiebre, la relación parece irreparablemente dañada. El DOGE ha sido absorbido por la administración, diluyendo su ímpetu original y dejando un legado de recortes marginales en comparación con las promesas iniciales. Tesla y Musk enfrentan ahora la tarea de reconstruir la confianza con inversionistas y consumidores. La aventura de Musk en Washington deja una lección contundente sobre los límites del poder individual frente a la complejidad del sistema político y el alto precio que se paga cuando las fronteras entre los negocios, la ideología y el servicio público se desdibujan.