A varios meses de su fallecimiento en Lima, la figura de Mario Vargas Llosa, el último de los grandes titanes del Boom latinoamericano, comienza a decantarse más allá de los homenajes y las necrológicas inmediatas. El silencio que sigue a la tormenta de su vida permite ahora una mirada con mayor distancia, una que busca comprender las profundas contradicciones que definieron su legado. ¿Cómo cohabitan en un mismo hombre el arquitecto de novelas totales, el Premio Nobel que reinventó la narrativa en español, y el intelectual beligerante cuyas posturas políticas y dramas personales lo convirtieron en una de las figuras más polarizantes del continente? Su partida no solo cierra un ciclo literario; abre un debate sobre la compleja relación entre el genio artístico, el compromiso cívico y las flaquezas humanas.
El proyecto literario de Vargas Llosa fue, desde el inicio, uno de ambición desmedida. Inspirado por la disciplina de Flaubert y la complejidad estructural de Faulkner, aspiraba a la “novela total”: un universo narrativo capaz de contener la caótica, violenta y estratificada realidad de su Perú natal. Obras como _Conversación en La Catedral_ (1969) o _La guerra del fin del mundo_ (1981) son monumentos a esta empresa, donde múltiples voces y tiempos se entrelazan para auscultar las heridas de una sociedad.
Sin embargo, su ficción nunca fue un mero ejercicio técnico. Estuvo indisolublemente ligada a su biografía. El trauma de conocer a un padre autoritario a los diez años y la experiencia en el Colegio Militar Leoncio Prado se transmutaron en _La ciudad y los perros_ (1963), la novela que lo catapultó a la fama. Su escandaloso matrimonio con su tía política, Julia Urquidi, dio vida a la tragicómica _La tía Julia y el escribidor_ (1977). Incluso su mayor derrota, la campaña presidencial de 1990, se convirtió en una de sus obras autobiográficas más reveladoras, _El pez en el agua_ (1993), donde narra con igual intensidad su despertar a la literatura y su brutal colisión con la política real.
Este último campo fue su otro gran escenario, uno de transformaciones radicales. El joven Vargas Llosa, cercano al marxismo y admirador de la Revolución Cubana, experimentó una ruptura definitiva tras el “Caso Padilla” en 1971, cuando el régimen de Castro encarceló al poeta Heberto Padilla. Este evento catalizó su viraje hacia el liberalismo, una doctrina que abrazó con el fervor del converso, influenciado por pensadores como Karl Popper e Isaiah Berlin y por figuras políticas como Margaret Thatcher.
Desde entonces, se erigió como el más elocuente crítico de las izquierdas latinoamericanas y los nacionalismos, lo que le granjeó la enemistad de antiguos compañeros de ruta y la etiqueta de “neoliberal” y “derechista”. No obstante, su liberalismo era incómodo para todos. Su defensa de la legalización de las drogas, el matrimonio homosexual y el derecho al aborto lo distanciaba de los conservadores tradicionales. Y su máxima, expresada con vehemencia en Chile en 2018 frente a Axel Kaiser, de que “las dictaduras son todas malas”, sin matices entre “buenas” o “menos malas”, lo enfrentó a sectores de la derecha que justificaban regímenes como el de Pinochet. Su liberalismo, aunque a menudo alineado con la derecha económica, era, en su raíz, una defensa intransigente de la democracia y las libertades individuales, una postura que lo dejó en un espacio solitario y a menudo incomprendido.
El juicio sobre Vargas Llosa es un mosaico de visiones irreconciliables:
Mario Vargas Llosa fue el último representante de una estirpe en extinción: el intelectual público latinoamericano, cuya voz resonaba con fuerza en el debate político y social. Vivió y encarnó las grandes batallas ideológicas del siglo XX y principios del XXI. Su muerte no solo cierra el capítulo del Boom, sino que también simboliza el fin de una era en la que los escritores eran figuras centrales en la arena pública.
Hoy, su legado permanece como un campo de batalla. No es una figura que invite al consenso. Su obra monumental perdura como una de las cumbres de la literatura universal, pero el hombre detrás de ella sigue generando un debate apasionado. Vargas Llosa no deja tras de sí una herencia apacible, sino un conjunto de preguntas incómodas sobre el arte, la política y la vida misma. Nos obliga a leerlo críticamente, a discutir con él, a confrontar sus ideas y sus demonios. Quizás ese, el de incitar al pensamiento y al disenso, sea su legado más perdurable y necesario.