A más de dos meses de su fallecimiento en Lima, la figura de Mario Vargas Llosa, lejos de asentarse en el panteón sereno de los inmortales, proyecta una sombra tan vasta como compleja sobre el panorama cultural y político de América Latina. Su despedida, íntima y sin ceremonias públicas por expreso deseo familiar, contrastó radicalmente con una vida de exposición, debate y combate intelectual. Hoy, con la distancia que aplaca el ruido inmediato, emerge con claridad la pregunta fundamental: ¿cuál es el legado que perdura del último gran titán del Boom? La respuesta no es una, sino un mosaico de narrativas en conflicto.
No hay disputa sobre su sitial en la literatura universal. Obras como "La ciudad y los perros", "Conversación en La Catedral" o "La fiesta del Chivo" no solo son pilares de la novela moderna, sino también disecciones implacables de las estructuras de poder, la corrupción y el fanatismo que han marcado la historia de su Perú natal y del continente. Vargas Llosa fue un "escritor total", un artesano que, con una disciplina férrea, construyó universos narrativos complejos, poblados por personajes inolvidables y ambientados en ciudades que se convertían en protagonistas. Lima, con su "color de caca" y su "niebla", y el mítico París, faro de su juventud, fueron más que telones de fondo; fueron el material con el que exploró las "verdades de las mentiras" que solo la ficción puede revelar. Su Premio Nobel en 2010 fue la consagración de una obra que, para muchos lectores, se convirtió en una herramienta para comprender la realidad, una forma de "protestar contra las insuficiencias de la vida", como él mismo afirmó.
Pero Vargas Llosa nunca fue solo un novelista. Fue, ante todo, un intelectual público, un "escritor engagé" a la manera de su admirado y luego denostado Jean-Paul Sartre. Su trayectoria política es la crónica de las grandes batallas ideológicas del siglo XX. Simpatizante en su juventud de la Revolución Cubana, el "Caso Padilla" en 1971 marcó una ruptura definitiva y el inicio de un largo viaje hacia el liberalismo. Influenciado por pensadores como Isaiah Berlin y Karl Popper, abrazó la defensa de la democracia y el libre mercado con la misma pasión con que antes había defendido otras causas.
Esta transformación culminó en su candidatura presidencial en Perú en 1990, una traumática derrota frente a Alberto Fujimori que lo devolvió a la literatura, pero no al silencio. Desde su tribuna en la prensa internacional, se erigió como uno de los críticos más feroces de las dictaduras de izquierda y de los populismos de cualquier signo. Para sus defensores, como el exministro chileno Gonzalo Blumel, Vargas Llosa fue un demócrata íntegro, un faro de coherencia que rechazó "todas las dictaduras", sin matices ni justificaciones, convirtiéndose en un referente para una derecha liberal y moderna en la región.
Es precisamente en este punto donde su legado se fractura. Mientras un sector lo celebra como un paladín de la libertad, otros señalan sus aparentes contradicciones. Su propia vara de medir, la del rechazo absoluto a cualquier autoritarismo, ha sido utilizada por columnistas críticos para fustigar a sectores de la derecha chilena, a la que el propio Vargas Llosa calificó de "cavernaria" por su ambigüedad frente al régimen de Pinochet. La paradoja se hizo más aguda para muchos de sus admiradores cuando, en 2021, apoyó la candidatura de Keiko Fujimori, hija del autócrata que él mismo había combatido, argumentando que era un mal menor frente a la izquierda radical.
Esta decisión generó una profunda disonancia cognitiva incluso entre sus lectores más fieles, como relatan periodistas y escritores que crecieron admirando su obra pero se sintieron conflictuados por sus alianzas políticas. La relación de amor y odio con el escritor Jaime Bayly, llena de rupturas y reconciliaciones marcadas por los vaivenes políticos peruanos, pinta un retrato íntimo de un hombre de convicciones férreas, capaz de la mayor generosidad como mentor y de la más gélida distancia con quienes consideraba políticamente equivocados.
El fallecimiento de Mario Vargas Llosa no ha cerrado el debate; lo ha reconfigurado. Su obra literaria permanece como un monumento indiscutido, una invitación permanente al pensamiento crítico y a la exploración de la condición humana. Sin embargo, su figura como intelectual político sigue en disputa. ¿Fue el último gran defensor de la libertad o un dogmático cuyas alianzas finales empañaron su trayectoria?
Quizás la respuesta es que fue ambas cosas. Un hombre de su tiempo, lleno de las pasiones y contradicciones que él mismo exploró con maestría en sus novelas. Su herencia no es un testamento cerrado, sino un campo de batalla intelectual que refleja las tensiones no resueltas de América Latina. Su muerte, más que un punto final, es un punto y seguido en la interminable conversación que él ayudó a moldear.