
En un país donde la educación sigue marcada por debates sobre reformas estructurales y evaluaciones estandarizadas, dos colegios chilenos han irrumpido en la escena mundial al ser finalistas del World’s Best School Prizes 2025. El Colegio Bicentenario Cardenal Oviedo, ubicado en Maipú, con un 92% de vulnerabilidad social, y el Kingston College, reconocido por su proyecto medioambiental EcoTransforma, han puesto en evidencia que la verdadera innovación educativa no brota de ministerios ni leyes, sino de las comunidades escolares que se atreven a pensar distinto.
Estas experiencias surgen desde la periferia del sistema, desde sectores populares que no esperan permisos ni recursos millonarios para transformar la enseñanza. La UNESCO ya lo había advertido en 2021: “la transformación educativa ocurre cuando las comunidades se apropian del proceso y lo adaptan a sus realidades”. Sin embargo, la tensión con el modelo centralista chileno persiste.
El Ministerio de Educación ha señalado como pilar para reactivar el sistema promover experiencias contextualizadas y fortalecer la autonomía docente (Orientaciones 2023-2025). Pero en la práctica, la Superintendencia de Educación ha detectado que muchas escuelas innovadoras son sancionadas por no ajustarse a protocolos formales. La pregunta que emerge es inquietante: ¿qué incentivos existen para atreverse a hacer las cosas distinto cuando la burocracia puede frenar la creatividad?
Para el Colegio Cardenal Oviedo, la innovación es un acto de resistencia y esperanza. Su proyecto de continuidad de estudios busca que jóvenes vulnerables no abandonen la educación tras la enseñanza media. Para Kingston College, EcoTransforma conecta el currículum con el cuidado del territorio, utilizando hojas de eucalipto para enseñar ciencias ambientales y promover una conciencia ecológica local.
Desde distintos ángulos políticos, esta realidad se interpreta de manera diversa. Algunos sectores progresistas celebran estas iniciativas como ejemplos de cómo la descentralización y la autonomía escolar pueden ser motores de cambio profundo. En cambio, voces más conservadoras advierten sobre riesgos de descontrol y la necesidad de mantener estándares nacionales para garantizar calidad y equidad.
En regiones, la recepción es unánime en cuanto al orgullo por estas experiencias, pero también hay preocupación por la falta de apoyo institucional que las pone en una posición frágil frente a la normativa.
Las voces de docentes y estudiantes revelan una mezcla de entusiasmo y frustración. “Nos sentimos protagonistas de nuestro aprendizaje, pero a veces la burocracia nos detiene,” comenta una profesora del Cardenal Oviedo. Un estudiante del Kingston College añade: “Aprender con la naturaleza nos hace sentir que la escuela es parte de nuestra vida, no solo un lugar para pasar pruebas.”
Al concluir este episodio, es posible afirmar que la innovación educativa en Chile está viva y vibrante, pero atrapada en una paradoja: mientras el discurso oficial promueve autonomía y contextualización, la práctica burocrática limita y sanciona. La verdadera revolución no se decreta desde Santiago, sino que se siembra y cultiva en los territorios, donde las comunidades escolares se atreven a desafiar el statu quo.
El desafío para el sistema es claro: aprender de sus propias escuelas, flexibilizar protocolos y crear incentivos reales para que la innovación prospere sin miedo. De lo contrario, la creatividad quedará atrapada en formularios y reglamentos, y la oportunidad de transformar la educación desde sus raíces se perderá en el camino.