
Un mapa electoral fragmentado ha emergido con claridad tras las recientes primarias presidenciales, dejando en evidencia que la política chilena sigue enfrentando un desafío que trasciende las urnas: la desconexión entre la capital y las regiones. Jeannette Jara, ganadora con un 60,2% de los votos en las primarias del oficialismo, triunfó en 333 comunas, pero la baja participación en zonas extremas y ciudades medianas pone en jaque la representatividad del proceso.
En comunas como Los Ángeles y Melipilla, con más de 100 mil electores cada una, la concurrencia apenas alcanzó entre un 4,7% y un 7,1%, cifras que no solo alarman por su magnitud, sino porque reflejan una brecha territorial que no es nueva, pero que permanece sin resolverse. En tres comunas no se constituyeron mesas electorales y en dos solo hubo una mesa habilitada, todas en zonas alejadas del centro político y económico.
Este fenómeno no es un simple dato estadístico, sino un síntoma de una crisis más profunda que afecta la cohesión social y política del país. Desde la perspectiva del oficialismo, Jeannette Jara reconoce que uno de los grandes desafíos es conectar con el electorado de centro y mediano, especialmente en regiones, donde la política tradicional ha fallado en generar confianza y participación. La desconexión territorial se traduce en una sensación de abandono y falta de representación que alimenta el desencanto y la apatía.
Por otro lado, sectores políticos de oposición y analistas regionales han señalado que esta realidad refleja un modelo centralista que perpetúa desigualdades y limita el desarrollo local. Un dirigente regional expresó que “la política en Chile sigue siendo un juego de Santiago, donde las regiones son espectadores y no protagonistas”. Esta mirada crítica pone en cuestión las estrategias electorales y de gobernabilidad que no incorporan las voces ni las necesidades de las provincias y zonas rurales.
Socialmente, la baja participación en regiones también tiene raíces en factores estructurales: menor acceso a información, dificultades logísticas para votar y una percepción generalizada de que las decisiones políticas no impactan directamente en sus vidas. Estos elementos configuran un círculo vicioso donde la exclusión territorial alimenta la desafección y viceversa.
A nivel histórico, esta brecha no es nueva, pero ha cobrado renovada urgencia en un país que avanza hacia una nueva Constitución y busca redefinir su identidad y modelo de desarrollo. La participación electoral es un termómetro clave para medir la salud democrática y la inclusión social.
La conclusión es clara: la política chilena enfrenta una encrucijada donde la reconexión con las regiones no es solo un imperativo electoral, sino una necesidad para fortalecer la democracia y la cohesión nacional. La persistencia de esta brecha territorial pone en riesgo la legitimidad de las instituciones y la representatividad del sistema político.
Las próximas semanas y meses serán decisivos para observar si las fuerzas políticas logran superar esta fractura o si, por el contrario, se profundiza la distancia entre Santiago y el resto del país. Lo que está en juego no es solo un voto, sino la capacidad de Chile para escucharse a sí mismo y construir un futuro más equitativo y participativo.