Meses después de que el directorio de Televisión Nacional de Chile (TVN) lanzara una declaración de una honestidad brutal —calificando la situación financiera del canal como “inviable”—, el debate ha trascendido los balances contables para instalarse en el corazón de la contienda política. Lo que comenzó como una crisis administrativa en la icónica sede de Bellavista 0990 es hoy una radiografía de las fracturas de Chile: la desconfianza en las instituciones, la batalla ideológica sobre el rol del Estado y la angustiante pregunta sobre cómo se construye el espacio público en la era digital.
La controversia escaló definitivamente cuando la candidata presidencial de Chile Vamos, Evelyn Matthei, propuso reducir la estación “al mínimo posible”. Sus palabras, criticando el gasto estatal para, según ella, “ver todos los sábados y domingos el Chavo del 8”, actuaron como un catalizador. La respuesta no se hizo esperar.
La reacción más vehemente provino de Francisco Vidal, presidente del directorio de TVN, quien enmarcó la propuesta de Matthei en una histórica “tirria que le tienen los sectores de derecha a las empresas públicas”. Vidal defendió el valor del canal como garante del pluralismo, recordando que TVN fue la única señal que transmitió el debate de las primarias, un servicio que los canales privados, en su lógica comercial, decidieron obviar. Para esta visión, TVN no es un negocio, sino una infraestructura para la democracia.
En la vereda opuesta se sitúan voces como la del académico Juan Carlos Eichholz, quien en una dura columna comparó la crisis de TVN con la de Correos de Chile. Para él, ambas son víctimas de un modelo de gestión estatal obsoleto, marcado por el “cuoteo político” en sus directorios, la rigidez sindical y la incapacidad de adaptarse a industrias en plena disrupción tecnológica. Desde esta perspectiva, mantener a flote a TVN con sus pérdidas estructurales es un lastre para las arcas fiscales y la solución, aunque dolorosa, es cerrar y liquidar sus activos.
Añadiendo matices al debate, el ex director ejecutivo de TVN, Daniel Fernández, introdujo una perspectiva de disonancia constructiva. Defendió la necesidad de un canal público, pero con una condición ineludible: debe tener audiencia. “¿Para qué tienes un canal público si (...) lo va a ver el 2% de la población?”, cuestionó, advirtiendo que un canal de nicho, subsidiado e irrelevante, carece de sentido. Fernández también amplió el foco del problema, apuntando a la “competencia desleal” de las plataformas digitales que, según él, “piratean” contenidos de la TV abierta, canibalizando su audiencia y publicidad sin estar sujetas a las mismas regulaciones.
La crisis actual de TVN no es nueva, sino la consecuencia de un defecto de origen en su diseño post-dictadura. Se le encomendó una misión pública (pluralismo, cohesión territorial, cultura) pero se le obligó a autofinanciarse en un mercado competitivo. Este modelo híbrido funcionó mientras la “torta publicitaria” de la televisión abierta era robusta, pero se desmoronó con la llegada del streaming y la fragmentación de las audiencias.
Mientras Chile debate qué hacer con su canal público, el ecosistema mediático no espera. Un hecho sintomático y poco discutido es la reciente decisión de Telecanal, una señal de baja cobertura, de retransmitir la programación de RT (Russia Today), el canal financiado por el Kremlin. El vacío que podría dejar un TVN debilitado o inexistente no necesariamente será llenado por más producción local o periodismo independiente, sino que podría ser ocupado por actores con agendas geopolíticas claras. La batalla por TVN es, en última instancia, una batalla por la soberanía informativa del país.
El tema está lejos de resolverse. Se ha convertido en una bandera de campaña y su futuro dependerá directamente del resultado electoral. La pregunta sigue en el aire, más vigente que nunca: ¿está Chile dispuesto a financiar un servicio de televisión pública para fortalecer su democracia, o decidirá que el mercado tiene la última palabra sobre lo que los chilenos ven en sus pantallas?