A más de cuatro años de la desaparición y muerte de Tomás Bravo en Caripilún, un sector rural de la comuna de Arauco, el reciente veredicto del Tribunal Oral en lo Penal de Cañete ha reabierto todas las heridas. La absolución unánime de Jorge Escobar, tío abuelo del niño y hasta ahora único imputado por abandono de menor con resultado de muerte, no representa un punto final. Al contrario, funciona como un crudo epílogo para una fase de la investigación y el prólogo de una incertidumbre aún mayor. Lejos de ofrecer clausura, la decisión judicial ha magnificado las falencias del sistema, dejando a una familia y a un país entero con la misma pregunta que se hicieron en febrero de 2021: ¿qué le pasó a Tomás?
La evolución del caso ha sido un tortuoso recorrido por hipótesis fallidas y errores procesales. Inicialmente, la opinión pública y la fiscalía se centraron en Jorge Escobar, la última persona que vio al niño con vida. Sin embargo, la acusación original de homicidio se desmoronó tempranamente por falta de pruebas contundentes, mutando a la figura de abandono de menor. Esta tesis también colapsó en el juicio.
El tribunal fue categórico: la fiscalía no solo no logró acreditar el dolo —la intención de abandonar al niño en una situación de riesgo—, sino que la propia investigación estuvo plagada de irregularidades críticas. Entre ellas, la falta de resguardo del sitio del suceso y la alteración de la posición del cuerpo antes de la llegada de peritos forenses, vicios que, según el fallo, “mermaron la posibilidad de obtener una verdad procesal”.
El giro más desconcertante ocurrió casi en paralelo. Semanas antes de la absolución de Escobar, trascendió que la Fiscalía de Los Ríos, en una investigación paralela y no formalizada, había imputado a la abuela materna y a un primo del menor. Esta acción no surgió de una nueva prueba directa en su contra, sino de una resolución judicial que les otorgó dicha calidad para que pudieran defenderse, ya que estaban siendo objeto de medidas intrusivas como interceptaciones telefónicas. Este hecho revela dos realidades preocupantes: la existencia de investigaciones fragmentadas y la ampliación del círculo de sospecha hacia el núcleo familiar más íntimo, sin que hasta ahora se conozca públicamente la teoría que sustenta esta nueva línea.
El caso Tomás Bravo es hoy un mosaico de perspectivas irreconciliables que desnudan las tensiones del sistema de justicia:
El caso Bravo no es un hecho aislado, sino el síntoma de una patología más profunda en el sistema de justicia penal chileno. Se inscribe en una larga lista de investigaciones de alto perfil mediático que han terminado en fracasos judiciales, donde las certezas iniciales se disuelven en un mar de procedimientos fallidos y falta de pruebas (como en los casos de Matute Johns o Viviana Haeger en sus primeras etapas).
Estos casos exponen una tensión estructural: la promesa de un sistema procesal penal garantista choca con la presión por resultados inmediatos, la contaminación de la evidencia por una cobertura mediática invasiva y, en ocasiones, una deficiente capacidad técnica para abordar escenas del crimen complejas. La herida de Caripilún es también una herida en la promesa de modernización de la justicia chilena.
El caso Tomás Bravo está legalmente en un limbo. Un hombre ha sido absuelto, pero la justicia no ha sido alcanzada. La investigación por la muerte del niño sigue abierta en la Fiscalía de Los Ríos, pero sin plazos claros ni responsables identificados. El fantasma de Caripilún no es solo el recuerdo del pequeño Tomás, sino la sombra de un crimen sin resolver que acecha la conciencia nacional y nos obliga a una reflexión crítica sobre las verdaderas capacidades de nuestro sistema para encontrar la verdad.