A poco más de dos meses de que las sirenas antiaéreas y las noticias de ataques a instalaciones nucleares dominaran los titulares, Medio Oriente respira un aire de calma precaria. La inminente amenaza de una guerra a gran escala entre Irán, Israel y Estados Unidos, que alcanzó su punto álgido en junio de 2025, ha mutado en un complejo escenario de estancamiento diplomático. En el centro de esta nueva fase se encuentra una propuesta tan audaz como contradictoria: la oferta de la administración de Donald Trump de financiar con hasta 30 mil millones de dólares un programa nuclear civil iraní, justo después de haber bombardeado parte de esa misma infraestructura. Este giro ha dejado a analistas y gobiernos preguntándose si se trata de un camino genuino hacia la desescalada o de una táctica de presión sin precedentes.
Todo comenzó el 13 de junio, cuando Israel ejecutó una serie de ataques contra objetivos estratégicos en Irán, incluyendo la planta de enriquecimiento de uranio de Natanz. La respuesta de Teherán no se hizo esperar, desplegando su arsenal y demostrando su capacidad de alcance con misiles balísticos como el Sejil, un arma de combustible sólido capaz de evadir defensas y alcanzar Tel Aviv en minutos. La tensión escaló drásticamente cuando Estados Unidos se involucró directamente, atacando instalaciones nucleares clave como Fordo, enclavada en una montaña y de difícil acceso.
En paralelo a la acción militar, el presidente Donald Trump utilizaba su plataforma Truth Social para enviar mensajes duales. Por un lado, amenazaba con una destrucción sin precedentes, afirmando que el equipamiento militar estadounidense e israelí era el "más letal del mundo". Por otro, instaba a Irán a sentarse a la mesa para forjar un acuerdo. Esta estrategia de "máxima presión" y diplomacia transaccional colapsó los canales formales: Omán, que actuaba como mediador, canceló una ronda de negociaciones crucial prevista para el 14 de junio, evidenciando que los bombardeos hacían inviable el diálogo.
Tras días de incertidumbre y una fallida declaración de "alto al fuego" por parte de Trump —rápidamente desmentida por Teherán—, emergió la verdadera propuesta estadounidense. No era un simple cese de hostilidades, sino una oferta económica de gran envergadura. Según fuentes de la administración, se planteó facilitar una inversión de entre 20 y 30 mil millones de dólares, financiada principalmente por estados del Golfo, para construir un programa de energía nuclear civil en Irán. A cambio, una condición innegociable: el fin total y absoluto del enriquecimiento de uranio en suelo iraní.
Esta propuesta encarna la "doctrina Trump": un enfoque de negocios aplicado a la geopolítica, donde un problema de seguridad se intenta resolver con un incentivo económico masivo. Para Washington, la lógica es simple: si Irán necesita energía nuclear para fines pacíficos, puede importarse el combustible ya enriquecido, como lo hacen otros países de la región, eliminando así el riesgo de desvío hacia un programa armamentístico.
Sin embargo, desde la perspectiva iraní, la oferta fue recibida con profundo escepticismo. Para Teherán, el derecho a enriquecer uranio es una cuestión de soberanía nacional y avance tecnológico, un principio defendido durante décadas frente a las sanciones internacionales. El viceministro de Relaciones Exteriores, Majid Tajt-Ravanchi, lo resumió con una pregunta retórica: "¿Cómo podemos volver a un diálogo mientras buscamos una respuesta a si veremos un nuevo acto de agresión?". La exigencia iraní fue clara: para reanudar cualquier conversación, se necesitaban garantías férreas de que los ataques no se repetirían.
Este conflicto no puede entenderse sin el contexto del Plan de Acción Integral Conjunto (PAIC o JCPOA) de 2015. Aquel acuerdo multilateral, del que Trump retiró a Estados Unidos unilateralmente en 2018, es el fantasma que recorre estas nuevas negociaciones. La retirada estadounidense demostró a Irán que los compromisos firmados con Washington pueden ser efímeros, dependientes del ciclo político interno. La desconfianza generada entonces es el principal obstáculo para cualquier nuevo pacto.
A día de hoy, el tablero está en un punto muerto. La oferta de Trump sigue sobre la mesa, pero sin un puente de confianza, parece inviable. Irán, por su parte, ha respondido endureciendo su postura, con su parlamento aprobando leyes para limitar la cooperación con el Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA). La situación ha evolucionado de una crisis militar a un complejo dilema estratégico que obliga a una reflexión profunda: ¿Puede la lógica transaccional de un negocio resolver décadas de hostilidad ideológica y geopolítica? ¿O es esta oferta simplemente una nueva herramienta de presión en un conflicto que está lejos de terminar?