A más de dos meses del anuncio presidencial que decretó el fin del régimen especial del Centro de Cumplimiento Penitenciario Punta Peuco, la controversia ha trascendido los muros del penal para instalarse en el corazón del debate público y la carrera presidencial. Lo que comenzó como una decisión administrativa del gobierno de Gabriel Boric —transformar el recinto exclusivo para violadores de derechos humanos en una cárcel común— ha madurado hasta convertirse en un sismógrafo de las tensiones no resueltas de Chile: la pugna por la memoria, el significado de la justicia y las complejas lealtades políticas que aún gravitan sobre la herencia de la dictadura cívico-militar.
La medida, lejos de cerrar un capítulo, lo ha reabierto con una virulencia que expone las distintas visiones de país que compiten por el futuro, obligando a los actores políticos a tomar posiciones que resonarán mucho más allá del destino de un puñado de reclusos.
El 1 de junio, durante su cuenta pública, el Presidente Boric cumplió una de las promesas más simbólicas de su sector: poner fin a lo que agrupaciones de víctimas y partidos de izquierda han calificado por décadas como un “privilegio inaceptable”. La decisión fue celebrada por organizaciones de derechos humanos como un acto de igualdad ante la ley y un paso necesario para saldar una deuda histórica.
Sin embargo, la reacción de la oposición fue inmediata y multifacética, revelando profundas divisiones internas. La candidata presidencial de Chile Vamos, Evelyn Matthei, adoptó una postura desafiante, declarando que la medida era fácilmente reversible y criticando con dureza a la vocería de gobierno. Esta reacción provocó una réplica directa de la ministra de la Mujer, Antonia Orellana, quien afirmó que Matthei “se desequilibra cuando le tocan el pinochetismo”, enmarcando el debate en una clave personal e histórica.
La controversia escaló, exponiendo una fractura dentro de la propia derecha. Mientras Matthei intentaba navegar las turbulentas aguas entre su base más dura y un electorado de centro, figuras como la comunicadora Patricia Maldonado la acusaron de moderar su discurso sobre Pinochet por “conveniencia, para llegar al poder”, recordando su pasado de férrea defensa del dictador. Este flanco de crítica interna evidenció que para el pinochetismo más doctrinario, cualquier matiz es visto como una traición.
El debate sobre Punta Peuco se ha articulado en torno a tres ejes narrativos que chocan entre sí:
Punta Peuco no es un recinto cualquiera. Inaugurado en 1995 durante el gobierno de Eduardo Frei Ruiz-Tagle, su creación fue una solución política para contener el malestar en las Fuerzas Armadas, que se resistían a que sus oficiales fueran encarcelados en recintos comunes junto a otros reos. Su existencia, por tanto, es un vestigio de las tensiones y los pactos de la transición a la democracia, un período marcado por lo que muchos denominaron una “justicia en la medida de lo posible”. Durante casi treinta años, el penal ha sido el símbolo más visible de las excepciones y deudas que dejó ese proceso.
Aunque el decreto de cierre está en marcha, sus consecuencias prácticas y políticas están lejos de concluir. La defensa de los internos ya explora vías legales para impugnar la medida, mientras el debate ha quedado instalado como un tema ineludible de la agenda presidencial. Más que el destino de un recinto penitenciario, lo que se discute hoy en Chile es la vigencia de la memoria histórica como pilar de la convivencia democrática. La caída de esta fortaleza simbólica no ha cerrado las heridas del pasado, sino que ha demostrado cuán presentes y determinantes siguen estando en la construcción del futuro del país.