Hace unos meses, la conversación sobre Inteligencia Artificial en Chile era un eco de promesas futuristas y jerga técnica. Hoy, el debate ha decantado. La IA ya no es una abstracción, sino una fuerza palpable en la vida diaria. Un estudio de Laborum publicado en abril reveló una realidad contundente: el 55% de los trabajadores chilenos ya utiliza IA en sus labores, un salto de 19 puntos en solo un año. La tecnología dejó de ser una novedad para convertirse en una herramienta de productividad, valorada por su capacidad para optimizar el tiempo y agilizar tareas. Sin embargo, esta rápida integración ha madurado hacia un escenario mucho más complejo, donde las promesas de eficiencia conviven con dilemas éticos, ambientales y existenciales que el país recién comienza a procesar.
La evolución de la IA en Chile durante el último trimestre se ha desarrollado en dos frentes paralelos y, a menudo, contradictorios. Por un lado, la utopía de la eficiencia y la seguridad. En abril, el gobierno anunció con orgullo la integración de más de 1.800 cámaras de vigilancia, incluyendo las de la Unidad Operativa de Control de Tránsito (UOCT), a un Sistema Integrado de Teleprotección con Inteligencia Artificial (SITIA). El objetivo: una vigilancia inteligente en tiempo real para predecir y perseguir el delito. Casi simultáneamente, gigantes como Google lanzaban herramientas como Veo 2, capaces de generar videos de calidad cinematográfica a partir de texto, democratizando la creación de contenido de manera inédita.
Por otro lado, emergió con fuerza la distopía de las consecuencias no deseadas. Mientras se celebraba la innovación, un reportaje de The Guardian y SourceMaterial, replicado en medios nacionales, encendió las alarmas sobre el costo ambiental de esta revolución. La instalación de data centers, esenciales para el funcionamiento de la IA, demanda millones de litros de agua, una presión insostenible para un país que atraviesa más de una década de mega sequía. La pregunta de la investigadora Kathryn Sorensen resonó con fuerza: "¿Vale la pena invertir agua por una mayor recaudación fiscal y unos pocos empleos?". A este dilema se sumó el lado oscuro de la IA generativa: expertos en ciberseguridad comenzaron a alertar sobre una nueva ola de estafas mediante voces clonadas, un fenómeno que transforma la confianza en una vulnerabilidad.
El diálogo actual en Chile se mueve entre lo práctico y lo filosófico, reflejando una profunda disonancia cognitiva sobre lo que la IA representa.
La encrucijada que enfrenta Chile con la IA no es del todo nueva. Resuena con conflictos históricos del país en torno al modelo de desarrollo y la extracción de recursos. Si antes el debate se centraba en el cobre, el litio o el agua para la minería y la agroindustria, hoy el recurso en disputa es también el agua, pero para enfriar los servidores que procesan datos. La tensión entre el crecimiento económico, la soberanía tecnológica y el impacto socioambiental se repite, planteando la misma pregunta fundamental: ¿quiénes se benefician del progreso y quiénes pagan sus costos ocultos?
La discusión sobre la Inteligencia Artificial en Chile ha superado su fase inicial de asombro tecnológico. Hoy, el tema está abierto y en plena ebullición. Las preguntas ya no son si la IA es útil, sino cómo se regulará su impacto ambiental, cómo se adaptará el marco legal a sus creaciones y delitos, y cómo la sociedad gestionará sus efectos psicológicos y relacionales. La IA ha dejado de ser solo una herramienta para convertirse en un espejo que refleja nuestras más grandes ambiciones y nuestros miedos más profundos sobre el futuro del trabajo, la seguridad, la creatividad y, en última instancia, sobre lo que significa ser humano.