
El 23 de junio de 2025, a las 17:10 horas, un sismo de magnitud 4.6 sacudió Socaire, una pequeña localidad situada en la Región de Antofagasta, conocida por su cercanía al desierto y su vulnerabilidad sísmica. El epicentro se ubicó a 35 kilómetros de la ciudad, con una profundidad de 176 kilómetros. Aunque el movimiento no causó daños materiales graves ni víctimas, su impacto simbólico y social ha sido mucho más profundo de lo que se esperaba en un primer momento.
Chile, como parte del Anillo de Fuego del Pacífico, está acostumbrado a la actividad sísmica, concentrando el 90% de los terremotos más fuertes del planeta. Sin embargo, la experiencia reciente en Socaire ha puesto en evidencia la persistente tensión entre la preparación institucional y las percepciones ciudadanas.
“En Socaire, estos movimientos son parte de la cotidianidad, pero cada vez que la tierra se mueve, revive el miedo a un desastre mayor, especialmente por la distancia y falta de apoyo estatal”, comenta María Antonia Rojas, dirigente comunitaria local.
Por su parte, las autoridades regionales destacaron la rápida difusión de información oficial y la ausencia de daños, celebrando los protocolos de emergencia implementados desde los grandes terremotos de la década pasada.
El sismo ha reabierto el debate político sobre la inversión en prevención y apoyo a zonas rurales y periféricas. Desde la oposición, se ha criticado la insuficiencia de recursos y la falta de un plan integral que contemple la realidad de comunidades como Socaire.
“No basta con simulacros y discursos; se necesitan recursos concretos para infraestructura resistente y capacitación constante. La desigualdad territorial en Chile se refleja también en la gestión del riesgo”, afirmó el diputado José Vargas (Frente Amplio).
En contraste, el gobierno defendió su gestión, señalando que la coordinación con el Centro Sismológico Nacional y los municipios ha mejorado sustancialmente, y que los fondos destinados a prevención han aumentado en un 15% este año.
Los habitantes de Socaire, en su mayoría pequeños agricultores y trabajadores del turismo, viven una realidad marcada por la precariedad y la distancia de los grandes centros urbanos. Para ellos, el sismo fue un recordatorio de la fragilidad de sus viviendas y la escasa cobertura en servicios básicos y apoyo social.
“Nos sentimos abandonados cuando pasa algo así. La tierra tiembla, pero también tiembla nuestra confianza en que alguien nos proteja”, relata Juan Pablo Flores, vecino de la localidad.
Organizaciones sociales han convocado a una mesa de diálogo para exigir planes de emergencia adaptados a las características locales, que incluyan educación comunitaria, mejora en infraestructura y acceso a recursos de emergencia.
Tras analizar la evolución del sismo en Socaire y sus repercusiones, es posible concluir que el evento ha trascendido lo estrictamente geológico para convertirse en un espejo de las tensiones sociales y políticas que enfrenta Chile en materia de gestión del riesgo.
El sismo de magnitud 4.6 no causó daños físicos mayores, pero expuso la persistente vulnerabilidad de comunidades remotas y la necesidad de políticas públicas más inclusivas y adaptadas.
Las diferentes perspectivas —desde autoridades que resaltan avances, hasta ciudadanos que denuncian abandono— reflejan una disonancia cognitiva constructiva que invita a repensar la relación entre el Estado y sus territorios más frágiles.
En definitiva, el temblor de Socaire es un llamado a la acción que no puede quedar en el olvido, pues la historia sísmica de Chile es larga, y la próxima gran tragedia puede estar a la vuelta de la esquina si no se aprenden las lecciones con profundidad y compromiso real.