El nuevo sistema de financiamiento estudiantil (FES), aprobado en junio de 2025, sigue siendo un foco de controversia meses después de su aprobación legislativa. El proyecto busca reemplazar el actual modelo basado en créditos y becas por un impuesto al trabajo que financie la gratuidad universitaria. Esta medida, presentada por el gobierno con la intención de asegurar la sustentabilidad financiera del sistema, ha generado un choque de perspectivas que no ha disminuido con el tiempo, sino que ha profundizado la discusión pública y académica.
Desde sus inicios, el FES enfrentó críticas por la falta de claridad en sus impactos. El 22 de junio, el análisis encargado por la Subsecretaría de Educación Superior reveló que cerca del 40% de los beneficiarios podrían terminar pagando al fisco montos que superan el costo real de sus carreras, en algunos casos hasta siete veces más. Esto ha encendido alarmas entre estudiantes y expertos en educación.
Por otro lado, las universidades han expresado preocupación por la salud financiera de sus instituciones. La prohibición de cobrar copagos por encima del arancel regulado podría generar déficits significativos, especialmente en las universidades privadas, que dependen en mayor medida de estos ingresos. Rectores y asociaciones gremiales han advertido que el sistema podría profundizar la crisis financiera que enfrentan desde hace años.
Finalmente, el impacto fiscal es otra arista compleja. Aunque el gobierno sostiene que los ingresos de los egresados cubrirán la gratuidad de los estudiantes actuales, expertos independientes y organismos fiscalizadores han señalado que escenarios de mayor desempleo o evasión podrían poner en riesgo la sostenibilidad del FES.En un contexto de déficit fiscal elevado, estas incertidumbres no pueden ser ignoradas.
Desde el espectro político, el debate refleja una división marcada. “El FES es un avance hacia un sistema más justo y sostenible”, afirma el subsecretario de Educación, quien insiste en que las proyecciones oficiales son conservadoras pero sólidas. En contraste, la oposición ha cuestionado la transparencia del gobierno y ha exigido mayores estudios de impacto antes de avanzar con la implementación.
En el ámbito social, organizaciones estudiantiles han denunciado que el FES podría generar una carga excesiva sobre las futuras generaciones de profesionales, afectando la movilidad social y el acceso a la educación superior. Mientras tanto, algunos expertos en economía educativa proponen alternativas que combinan financiamiento público y privado para evitar los riesgos detectados.
A seis meses de su aprobación, el FES sigue siendo una incógnita en varios frentes. La falta de datos completos y escenarios alternativos dificulta una evaluación certera de sus efectos reales. Sin embargo, el debate ha dejado en claro que un cambio de esta magnitud requiere no solo una legislación, sino también un diálogo amplio y transparente entre todos los actores involucrados.
La historia reciente de la educación chilena muestra que las reformas apresuradas y poco consensuadas suelen generar más problemas que soluciones. El desafío ahora es que el gobierno y el Congreso tomen nota de las críticas y ajusten el sistema para garantizar que el FES no se transforme en una bomba financiera ni en un obstáculo para el acceso equitativo a la educación.
En definitiva, el FES es un espejo de las tensiones profundas que atraviesan al país en materia educativa, fiscal y social. El tiempo y la rigurosidad en la evaluación serán claves para evitar que esta reforma se convierta en una tragedia colectiva.