
Un escenario de confrontación y fractura regional se ha ido consolidando en las últimas semanas tras los ataques de Estados Unidos contra presuntas narcolanchas en aguas latinoamericanas. Desde comienzos de noviembre de 2025, la Marina estadounidense ha llevado a cabo múltiples bombardeos con misiles guiados a embarcaciones sospechosas de tráfico de drogas, causando al menos setenta muertes según denuncias oficiales. Este episodio ha encendido un debate que trasciende la seguridad y el combate al narcotráfico, poniendo en evidencia las profundas divisiones políticas y diplomáticas en América Latina.
El presidente colombiano Gustavo Petro ha sido la voz más crítica y visible en la región. 'Cuando se utiliza un misil contra una lancha con personas desarmadas, lo que se comete es una ejecución extrajudicial, como lo dijo la ONU', afirmó en entrevista con Al Yazira. Petro lamenta 'el silencio en Latinoamérica' frente a lo que califica como una “debilidad” y una “falta de unidad” que, en sus palabras, 'están dándole poder a los genocidas'. Su denuncia no solo apela a la dimensión humanitaria, sino que también interpela a la soberanía y a la capacidad de los países latinoamericanos para defender sus aguas y ciudadanos.
Apenas días después de los ataques, Naciones Unidas emitió un comunicado en el que condena estas acciones como violaciones a los derechos humanos y llama a una investigación rápida, independiente y transparente. Según el organismo, la información facilitada por Estados Unidos es insuficiente para justificar legalmente los bombardeos, y alerta que ninguno de los individuos en las embarcaciones representaba una amenaza inminente. Este pronunciamiento ha sido utilizado por sectores críticos para cuestionar el uso desmedido de la fuerza y la ausencia de mecanismos multilaterales efectivos para enfrentar el narcotráfico.
No obstante, la reacción en América Latina no ha sido unánime. Algunos gobiernos, especialmente aquellos con afinidades diplomáticas o económicas con Washington, han adoptado una postura más cautelosa o incluso respaldan la estrategia estadounidense, argumentando la urgencia de desmantelar las redes de narcotráfico que afectan a sus países. Esta división refleja un choque entre dos visiones: una que prioriza la autonomía regional y el respeto a los derechos humanos, y otra que enfatiza la cooperación internacional y la seguridad como prioridad inmediata.
El impacto de estos ataques trasciende la retórica política. Las comunidades costeras y pescadores han denunciado el aumento de incidentes en sus áreas, con consecuencias directas para su seguridad y medios de vida. Además, la escalada militar en zonas marítimas sensibles ha tensado las relaciones diplomáticas, complicando esfuerzos de integración y colaboración en la región.
Este episodio desnuda una paradoja: mientras el narcotráfico sigue siendo una amenaza latente, la estrategia militar estadounidense ha generado una crisis de legitimidad y unidad en América Latina. La falta de consenso regional y la ausencia de una respuesta coordinada fortalecen las tensiones internas y debilitan la capacidad colectiva para enfrentar desafíos comunes. La presión internacional y las voces críticas, como la de Petro y la ONU, ponen en evidencia la necesidad de repensar enfoques que equilibren seguridad, soberanía y derechos humanos.
En definitiva, la tragedia de las narcolanchas no solo es la pérdida de vidas humanas, sino también el reflejo de una región en disputa consigo misma, donde la falta de diálogo y confianza amenaza con perpetuar ciclos de violencia y fragmentación.