Lo que comenzó en la densa niebla de la madrugada del 30 de marzo frente a las costas de Coronel como una tragedia marítima más, se ha transformado, meses después, en un complejo campo de batalla legal y social. El naufragio de la lancha artesanal Bruma y la desaparición de sus siete tripulantes ya no es solo una historia de búsqueda y pérdida en el mar. Hoy, es la crónica de una verdad sumergida, donde el dolor de las familias ha dado paso a una lucha tenaz contra un gigante industrial, versiones contradictorias y la sospecha de un deliberado ocultamiento de pruebas.
La narrativa del incidente ha mutado drásticamente. Inicialmente, la empresa pesquera Blumar, propietaria del buque industrial Cobra, negó cualquier participación. Su gerente, Gerardo Balbontín, afirmó que los 18 tripulantes del Cobra no habían detectado "absolutamente nada". Sin embargo, la evidencia física —restos de la Bruma que apuntaban a un impacto de alta energía— y la insistencia de las familias sembraron las primeras dudas.
La desconfianza se profundizó con dos eventos clave. Primero, el presunto suicidio de Juan Sanhueza, el vigía del Cobra, justo antes de su citación a declarar ante la Fiscalía, un hecho que las familias calificaron de "misterioso" y que alimentó la tesis de un pacto de silencio. Segundo, el cambio en la versión de Blumar: la negación total se convirtió en la admisión de que la tripulación "sintió un ruido", para finalmente, tras un informe satelital encargado por la propia empresa, reconocer que una colisión era la causa "probable" del naufragio.
La investigación oficial, liderada por la Fiscalía y la PDI, avanzó con dificultades, incluyendo la falta de recursos para peritajes cruciales. El momento decisivo llegó con el traslado del Cobra a un dique seco de Asmar en Talcahuano, una diligencia exigida por los querellantes. Allí, los primeros análisis confirmaron la presencia de pintura de la Bruma en el casco del buque industrial. Pero el hallazgo más perturbador estaba por venir: la "caja naranja" del Cobra, un dispositivo similar a la caja negra de los aviones que graba audio y video del puente de mando, no contenía los registros del 30 de marzo. Las grabaciones del día anterior y posterior estaban intactas, pero las del día del siniestro habían desaparecido.
El caso expone dos realidades irreconciliables:
Este naufragio no es un hecho aislado. Se inscribe en la histórica y tensa relación entre la pesca artesanal y la industrial en Chile, una dinámica de David contra Goliat que se repite en las caletas a lo largo del país. La tragedia pone en evidencia la vulnerabilidad de las embarcaciones menores frente a los grandes buques y la asimetría de poder a la hora de buscar justicia.
Además, el caso se ha convertido en la primera prueba de fuego para la Ley 21.446, conocida como Ley Supersol, promulgada precisamente tras un accidente similar para garantizar que existan registros audiovisuales en los puentes de mando. La desaparición de las grabaciones del Cobra no es solo una falla técnica o una coincidencia; es un desafío directo al espíritu de una ley diseñada para asegurar la transparencia y evitar, justamente, los vacíos probatorios que hoy marcan esta investigación.
La investigación ha entrado en una nueva fase, de alta complejidad técnica y con implicancias que podrían trascender el cuasidelito de homicidio para configurar un delito de obstrucción a la justicia. El foco ya no está en si el Cobra impactó a la Bruma, sino en por qué la evidencia crucial de ese momento fue borrada. La "caja naranja" se encuentra en manos del FBI en Estados Unidos, cuyo peritaje será determinante para saber si la pérdida de datos fue accidental o intencionada. Mientras tanto, las familias esperan, la empresa se defiende y el mar de Coronel guarda un secreto que la tecnología y la justicia internacional intentan, con meses de retraso, sacar a la luz.