
Un país en constante movimiento. El 19 de junio de 2025, un sismo de magnitud 3.7 sacudió la zona cercana a Lebu, en la región del Biobío, recordándonos que Chile sigue siendo uno de los territorios más expuestos a movimientos tectónicos debido a su ubicación en el Cinturón de Fuego del Pacífico. Pero, más allá de la intensidad, lo que ha quedado en evidencia en estos seis meses es la persistencia del riesgo y las tensiones que genera la preparación ante desastres naturales en nuestra sociedad.
Desde entonces, el debate ha tomado múltiples formas. Por un lado, el gobierno ha impulsado una agenda para fortalecer la infraestructura antisísmica y mejorar los protocolos de emergencia, respaldada por informes técnicos del Centro Sismológico Nacional y recomendaciones del Servicio Nacional de Prevención y Respuesta ante Desastres (Senapred). Sin embargo, esta política pública ha encontrado críticas desde diferentes frentes.
En el espectro político, sectores de oposición han cuestionado la asignación presupuestaria, señalando que 'la prevención no puede ser solo un discurso, sino una inversión real y sostenida', mientras que algunos gobiernos regionales reclaman autonomía para adaptar las medidas a las particularidades locales. En contraste, ciertas voces oficialistas defienden que 'la centralización y coordinación nacional son claves para evitar fragmentaciones y garantizar respuestas rápidas'.
En las comunidades afectadas, la percepción es aún más diversa. En Lebu y alrededores, la experiencia del temblor ha reforzado la conciencia sobre la necesidad de estar preparados, pero también ha puesto en evidencia desigualdades en la capacidad de respuesta: desde viviendas con estructuras vulnerables hasta la falta de acceso a información clara y oportuna. Organizaciones sociales han denunciado que 'la prevención no debe ser un privilegio de las grandes ciudades', apuntando a una brecha que puede costar vidas.
Este escenario ha provocado un choque de narrativas, donde la urgencia técnica se enfrenta a las demandas sociales y políticas. La tensión entre la mirada centralista y las voces regionales, entre la inversión pública y la percepción ciudadana, configura un verdadero coliseo donde se juegan no solo la seguridad, sino también la confianza en las instituciones.
En términos concretos, los hechos confirman que Chile sigue siendo un país sísmico por excelencia, con movimientos constantes, aunque no siempre perceptibles, y que la preparación es un proceso dinámico que debe incorporar múltiples actores y perspectivas.
La lección más clara es que la prevención ante sismos no es un asunto técnico ni político aislado, sino un desafío social que requiere diálogo, transparencia y reconocimiento de las desigualdades territoriales. Solo así se podrá avanzar hacia una resiliencia real y compartida, donde el próximo temblor no sea una tragedia anunciada, sino una prueba superada con mayor equidad y eficacia.