Lo que hace tres meses se presentaba como una discusión técnica sobre eficiencia administrativa, ha madurado hasta convertirse en un punto de inflexión institucional para Chile. La llamada “ley de permisología”, diseñada por el Ejecutivo como una de las claves para destrabar la inversión y reactivar la economía, se encuentra hoy en un estado de suspensión. La paradoja es que su principal obstáculo no provino de la oposición, sino de un grupo significativo de parlamentarios de la propia coalición de gobierno. Este choque, ahora decantado, ofrece una radiografía precisa de las contradicciones y dilemas no resueltos en el modelo de desarrollo del país.
Durante meses, el diagnóstico fue transversal: el “estrés regulatorio” y la superposición de permisos —que en sectores como el sanitario o el minero podían sumar cientos de trámites— se habían convertido en un freno para el crecimiento. Voces del mundo privado, como las empresas interesadas en la explotación del litio, lamentaban la lentitud burocrática que hacía a Chile perder terreno en el escenario global. En respuesta, el Gobierno impulsó la Ley Marco de Autorizaciones Sectoriales, una iniciativa que prometía agilizar procesos, establecer plazos fatales y crear una “ventanilla única” digital.
El proyecto avanzó con éxito por el Congreso, siendo despachado desde el Senado en junio con un amplio respaldo que auguraba una pronta promulgación. Sin embargo, la historia dio un giro inesperado. A principios de julio, 42 diputados —incluyendo miembros del Partido Socialista, el Partido Comunista y el Frente Amplio— presentaron un requerimiento ante el Tribunal Constitucional (TC), impugnando cinco de sus artículos más relevantes. La colisión era un hecho: el oficialismo se enfrentaba a sí mismo, y la ley que buscaba generar certezas se convertía en la fuente de una nueva y profunda incertidumbre.
El conflicto ha dejado al descubierto dos visiones de país que cohabitan en tensión dentro de la misma alianza gobernante.
Por un lado, la perspectiva pro-crecimiento, defendida por el Ejecutivo, el sector empresarial y la oposición política. Figuras como la candidata presidencial Evelyn Matthei la articularon con claridad, afirmando que “Chile necesita con urgencia más inversión, crecimiento y empleo”. Desde este prisma, el requerimiento al TC es un acto de “autoboicot” que demuestra una falta de cohesión y envía una señal devastadora a los inversionistas. Para este sector, la permisología es un lastre que debe ser aliviado con pragmatismo, y la acción de los diputados oficialistas es un cálculo político que ignora las necesidades económicas del país.
En la vereda opuesta, se alza la perspectiva de la precaución socioambiental. El diputado Daniel Melo (PS), uno de los promotores del requerimiento, se defendió de las acusaciones afirmando: “No somos ningunos terroristas ecológicos, sólo queremos poner la situación en una justa dimensión”. Este grupo argumenta que la ley, en su afán por agilizar, debilita el rol fiscalizador del Estado a través de mecanismos como la declaración jurada simple, que podría permitir que grandes proyectos eludan evaluaciones técnicas rigurosas. Sostienen que se vulneran principios constitucionales como el derecho a vivir en un medio ambiente libre de contaminación y tratados internacionales como el Convenio 169 de la OIT sobre consulta indígena. Su postura no es contra la inversión, sino a favor de una “mejor regulación” que no sacrifique el futuro por la urgencia del presente.
Este enfrentamiento no es un hecho aislado. Responde a una tensión histórica en el modelo de desarrollo chileno, basado en la explotación intensiva de recursos naturales. El conflicto entre la expansión de proyectos mineros, energéticos o forestales y la protección de los ecosistemas y los derechos de las comunidades locales es una constante en la historia reciente del país. Casos emblemáticos como Dominga, Freirina o el daño a glaciares son el telón de fondo que alimenta la desconfianza de un sector de la sociedad.
La crisis de la permisología revela que esta falla estructural ya no divide únicamente al gobierno de la oposición, sino que atraviesa internamente a la propia coalición gobernante, obligándola a confrontar sus contradicciones ideológicas en el escenario público.
Hoy, la Ley de Autorizaciones Sectoriales está en un limbo jurídico, a la espera del veredicto del Tribunal Constitucional. El “nudo gordiano” de la burocracia chilena, que se pretendía cortar, ha sido apretado aún más por esta contradicción política. La consecuencia inmediata es la profundización de la incertidumbre que la ley buscaba mitigar, dejando en suspenso proyectos de inversión y sembrando dudas sobre la capacidad del sistema político para generar acuerdos estables.
El desenlace de este episodio sentará un precedente crucial. Dejará en evidencia si es posible para Chile construir un consenso sobre cómo equilibrar el desarrollo económico con la protección ambiental y social, o si el país seguirá atrapado en un ciclo de parálisis donde las urgencias del presente y las deudas del futuro se anulan mutuamente.