Hace ya más de dos meses que la noticia sacudió la agenda pública: miembros activos de las Fuerzas Armadas de Chile, la última línea de defensa de la soberanía, estaban directamente involucrados en redes de narcotráfico. Lo que comenzó a fines de junio con la detención de seis suboficiales del Ejército en Pozo Almonte, Región de Tarapacá, por trasladar cocaína hacia la capital, escaló rápidamente. En julio, un nuevo caso implicó a funcionarios de la Fuerza Aérea (FACH) en Iquique con el tráfico de ketamina y se hallaron ovoides en otra unidad militar en Colchane. Superado el impacto inicial, el eco de estos eventos persiste, no en el titular inmediato, sino en una pregunta más profunda y estructural sobre la permeabilidad de las instituciones castrenses frente al poder corruptor del crimen organizado.
La cronología de los hechos dibuja una escalada de gravedad. La detención de la banda de suboficiales del Ejército, que operaba entre Tarapacá y la Región Metropolitana, fue el primer campanazo. La reacción inmediata del Ministerio de Defensa, liderado por la ministra Adriana Delpiano, fue calificar el hecho como “inaceptable” y proponer medidas como la rotación periódica del personal en zonas fronterizas para evitar la creación de lazos con redes delictuales. Esta primera respuesta enmarcaba el problema en la conducta individual y la prevención logística.
Sin embargo, los hallazgos posteriores en Colchane y, sobre todo, el caso de la FACH, transformaron la narrativa. Ya no se trataba de un solo grupo, sino de múltiples focos de corrupción en distintas ramas y locaciones. La crisis obligó a una reunión de alto nivel en La Moneda entre el Presidente Gabriel Boric, los ministros del Interior y Defensa, y los comandantes en jefe. El resultado fue un paquete de medidas más robusto: fortalecimiento de la contrainteligencia, equiparación de los controles de vuelos militares a los comerciales y una futura modificación a la Ley de Inteligencia. Se buscaba proyectar control y una reacción institucional contundente.
Pero fue en este punto donde las grietas del sistema se hicieron más visibles. Mientras el gobierno intentaba contener la crisis, surgió un conflicto que expuso las tensiones subyacentes del Estado chileno: una disputa de competencia entre la Fiscalía de Aviación (justicia militar) y la Fiscalía Regional de Tarapacá (justicia civil) por la investigación del caso FACH. Este choque no fue un mero trámite administrativo, sino la manifestación de dos visiones sobre cómo se debe perseguir el delito cuando este viste uniforme.
La crisis generó al menos tres discursos paralelos que, lejos de converger, evidenciaron la complejidad del desafío:
Estos eventos no ocurrieron en un vacío. Tienen lugar en el norte de Chile, un territorio poroso y estratégicamente vital para las rutas del narcotráfico. La presión económica y la sofisticación de las organizaciones criminales para cooptar funcionarios públicos es un fenómeno global que hoy toca a las puertas de los cuarteles chilenos. La discusión, por tanto, trasciende la disciplina militar y se instala en el corazón de la estrategia de seguridad nacional.
Actualmente, los procesos judiciales y los sumarios internos siguen su curso. Las medidas anunciadas por el gobierno están en fase de implementación. Sin embargo, el debate de fondo sigue abierto y las preguntas clave permanecen sin una respuesta definitiva. ¿Son suficientes las rotaciones de personal y los nuevos controles para blindar a instituciones expuestas a una presión criminal sin precedentes? ¿Resolverá Chile la anacrónica tensión entre la justicia militar y la civil para delitos de esta naturaleza? La grieta en el uniforme ha sido expuesta. Repararla requerirá más que un simple remiendo; exige una reflexión profunda sobre el rol y la fortaleza de las instituciones del Estado en un nuevo escenario de seguridad.