Dos meses después de que las cámaras del mundo se apagaran en la Plaza de San Pedro, el funeral del Papa Francisco decanta como mucho más que el final de un pontificado. Fue un evento global que, despojado de la inmediatez noticiosa, revela las complejas capas del poder, la fe y los rituales en el siglo XXI. Más allá del duelo de más de 250.000 fieles, las exequias se convirtieron en un espejo de las tensiones geopolíticas, las luchas intestinas de la Iglesia Católica y el desconcertante comportamiento de una sociedad hiperconectada frente a la muerte.
Francisco orquestó su despedida como su último acto de gobierno, una declaración de principios inscrita en el propio rito. En noviembre de 2024, había aprobado el nuevo ‘Ordo Exsequiarum Romani Pontificis’, un documento que desmantelaba siglos de pompa imperial. Se eliminaron los tres ataúdes (ciprés, plomo y roble), el catafalco elevado y títulos como “Romano Pontífice”, buscando, en palabras del Vaticano, un funeral para un “pastor y discípulo de Cristo y no el de un poderoso hombre de este mundo”.
Esta decisión no fue un mero detalle estético. Adquiere una resonancia histórica profunda al contrastarla con el desastroso funeral de Pío XII en 1958. En aquella ocasión, un fallido y experimental método de embalsamamiento provocó que el cuerpo del pontífice se descompusiera rápidamente, llegando a explotar dentro del féretro. El incidente, fruto de la negligencia y la ambición del médico papal, se convirtió en un bochorno que el Vaticano tardó décadas en superar. La calculada simpleza de Francisco, por tanto, no solo reflejaba su estilo personal, sino que funcionaba como un cortafuegos contra la vanidad y el error, un último gesto de control sobre su legado.
Su deseo de ser enterrado en la Basílica de Santa María la Mayor, rompiendo con la tradición de sepultar a los papas en el Vaticano, fue la rúbrica final de un pontificado que buscó descentralizar la Iglesia y acercarla a sus raíces devocionales. Una lápida sencilla con la única inscripción “Franciscus” sella esta narrativa.
Como es tradición, el funeral fue un punto de encuentro para la diplomacia mundial. Sin embargo, en esta ocasión, la solemnidad del evento sirvió de telón de fondo para un drama geopolítico palpable. La presencia simultánea del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, y su homólogo ucraniano, Volodimir Zelenski, marcó el primer encuentro cara a cara de ambos líderes desde una acalorada discusión en la Casa Blanca. La imagen de su saludo, o la ausencia de este, fue uno de los focos de mayor especulación mediática, evidenciando cómo un ritual religioso puede ser instrumentalizado como un termómetro de las relaciones internacionales.
Trump, quien mantuvo una relación de profundas desavenencias con Francisco, especialmente en materia migratoria, aprovechó el viaje para anunciar reuniones con otros líderes, declarando que “los acuerdos comerciales van muy bien”. Esta perspectiva pragmática contrastó con la de otros mandatarios, como el argentino Javier Milei, quien calificó a Bergoglio como “el argentino más importante de la historia”, o la delegación chilena, encabezada por el presidente del Senado, Manuel José Ossandón, quien destacó la “sencillez conmovedora” del acto.
La respuesta popular fue masiva y diversa, reflejando las contradicciones de la fe en la era digital. Por un lado, la imagen de Sor Geneviève Jeanningros, una monja de 81 años y amiga personal del Papa, quien se saltó el rígido protocolo para rezar en silencio y con una mochila al hombro junto al féretro. Su gesto, que nadie se atrevió a interrumpir, representó la devoción genuina y la relación personal que Francisco cultivó con los marginados, como las mujeres transexuales a las que la religiosa asiste.
En el otro extremo, surgió la polémica por los asistentes que se tomaban ‘selfies’ sonrientes con el cuerpo del pontífice de fondo. El fenómeno, que obligó a la seguridad vaticana a intervenir, generó un repudio generalizado en redes sociales y abrió un debate incómodo: ¿cómo se vive el duelo en una cultura de la exposición constante? ¿Es una falta de respeto o una nueva forma, aunque torpe, de registrar la participación en un momento histórico? Este choque entre la contemplación y la captura de la imagen ofreció una instantánea de las disonancias culturales contemporáneas.
El funeral no solo cerró un capítulo, sino que abrió oficialmente el siguiente: la carrera por la sucesión. Mientras los fieles desfilaban por San Pedro, las tensiones internas de la Iglesia ya eran visibles. El cardenal alemán Gerhard Müller, uno de los críticos más prominentes de Francisco, advirtió sobre el riesgo de elegir a un “Papa herético”, enmarcando el próximo cónclave no como una lucha entre “liberales y conservadores”, sino entre “ortodoxia y herejía”.
Sus palabras subrayan la profunda división que Francisco deja tras de sí y la batalla ideológica que se librará en la Capilla Sixtina. El adiós al Papa argentino fue, en definitiva, el prólogo de una nueva era de incertidumbre para la Iglesia Católica. El evento ha concluido, pero sus ecos —políticos, sociales y teológicos— continúan resonando, demostrando que la muerte de un líder de esta magnitud nunca es un punto final, sino un complejo punto de inflexión.